Dos o tres cosas que sé de cine

Publicado el fgonzalezse

El hijo de Saúl: una ficción frente al horror

No es otra película más sobre el Holocausto, no es otra mera búsqueda de redención. El hijo de Saúl es un demoledor viaje por un campo de concentración al que guía un propósito perdido. Verdaderamente impactante, la película no está exenta de sentimentalidad, como tampoco ha estado exenta de controversia. Se trata de una película horrible y hermosa que sabe contar como pocas nuestra frágil humanidad en uno de los escenarios más inhumanos posibles.

¿Existe una imagen adecuada para el horror? El hijo de Saúl nos pone de frente a una experiencia desgarradora. La recrea minuciosamente con un grado de realidad inusitado. La ópera prima de László Nemes es un desasosegante periplo a través del campo de concentración de Auschwitz de la mano de un Sonderkommando (prisioneros judíos que a cambios de algunos beneficios llevaban a otros prisioneros a cámaras de gas, recogían sus objetos valiosos, transportaban los cadáveres a hornos de cremación y enterraban sus cenizas). La inmediatez del desolador film nos agobia, sin por eso estar exento de un tenue sentimentalismo. Prima el efecto emocional, antes que un juicio moral sobre los infames actos de todo un sistema de exterminio. Por estos rasgos, algunas voces minoritarias han rechazado una película que, de otro modo, habría sido casi que unánimemente recibida con elogios. Sin duda, el enfrentar la representación de los aberrantes crímenes del Holocausto ha sido un tema sensible que ha dado pie a debates y cuyos argumentos han girado más en el campo de lo ético que de lo estético. Nemes propone un acercamiento con fe en la capacidad de la ficción para recrear la experiencia individual. El foco es el de su protagonista, por lo que nos vemos limitados a su perspectiva. El campo de visión entonces no muestra sino lo que la alienada mirada de lo que el protagonista ve. De esta manera, no hay espacio para la contextualización o los matices que las voces críticas buscaban en la cinta. El hijo de Saúl es un espantoso viaje que inquieta y amplía la idea de lo que significó el Holocausto para sus víctimas. Tan accesible y emocional como consistente y rigurosa, la película es quizás un ejemplo magnífico de los frutos de una narrativa que nació con el Neorrealismo.

De un horizonte borroso surge el rostro de Saúl (Géza Röhrig). Durante casi todo el largometraje lo seguiremos. Primero se dedica, como una especie de autómata, a la labor de Sonderkommando. Solo el impacto que le produce la milagrosa supervivencia de un niño (Gergö Farkas) en una cámara de gas, lo trastorna. El niño es en seguida ahogado por un médico alemán y se ordena hacerle una autopsia. Sin embargo, Saúl buscará impedir ello para que el niño sea enterrado según las tradiciones judías, ya que afirma que ese niño es precisamente su hijo. Por día y medio acompañamos al deambular de Saúl, quien dedica toda su energía a su improbable empresa. Cruzamos el pesadillesco campo de exterminio con el enfebrecido protagonista, cuya idea se fija por encima, incluso, del intento de fuga del que unos compañeros intentan hacerlo partícipe. El hijo de Saúl nos impone la inmediatez de una experiencia para contar una historia desprovista de redenciones fáciles. Es más una fábula sobre la que gravita el absurdo. Ciertamente, el intento por enterrar al niño puede conducir a una idealización de los Sonderkommando, o a sentimentalizar el horror vivido en los campos de concentración. Pero creo que Nemes alude más con tal premisa a un humanismo agonizante que reacciona como si fuera un rezago de una naturaleza antigua que, de pronto, revive en algunos individuos.

Con la intención de hacer concreta una visión, Nemes decide limitar la imagen a la hora de filmar. Utiliza un formato más reducido del que se usa corrientemente, así como un lente con un foco más restringido, por lo que apenas podemos ver lo que está cerca de Saúl. Compartimos esa perspectiva para percibir tal como lo hace el protagonista en su estado de alienación. En otras palabras, la decisión se encuentra ligada a un modo de plasmar una experiencia vital por medio del cine. Aun cuando El hijo de Saúl se pueda relacionar con otras películas que intentan sumergir al espectador en una vivencia (como, por ejemplo, El renacido), las motivaciones del realizador húngaro van más allá de la simple recreación subjetiva de una historia. Para Nemes, se trata de habitar un estado mental con miras a comprender su drama: el vivir la ordalía que sufrieron estos prisioneros en su detención. El cine que practica, además, nos invita a configurar el relato. La ambigüedad con que no se da certeza de si el niño es realmente hijo de Saúl, o el no explorar la psicología del personaje, nos obliga a completar la narración con nuestras propias suposiciones. Aquí podemos remitirnos a la observación de André Labarthe en la que señalaba que a partir del cine neorrealista, y con un ejemplo en apariencia tan disímil como El año pasado en Marienbad, comenzaba una tendencia de cine abierto a múltiples interpretaciones en la medida en que el espectador jugaba un rol activo para la comprensión del relato. Veo en El hijo de Saúl un heredero de esta tradición, como Nemes hereda también el rigor de Béla Tarr, de quien fuera asistente en El hombre de Londres. Es cierto que lo que presenta Nemes hoy dista de la estética austera de Tarr, si bien conserva, como nota Jonathan Rosenbaum, el hacernos sentir las percepciones y movimientos de sus personajes a la vez que nos implica en sus consecuencias morales, sin que por esto se les llegue a juzgar. La ficción para Nemes es, finalmente, un espacio de diálogo con otro –ese hombre del que admiramos su constancia, ese hombre también despreciable– que nos ayuda a comprender nuestra contradictoria y débil humanidad.

El Holocausto como materia para la ficción todavía provoca controversia. Desde su premier en Cannes, Manohla Dargis señaló que la película era «terriblemente ahistórica», mientras que Stefan Grissemann cuestionó, tiempo después, que se diera tratamiento de thriller a estos terribles eventos. El riesgo de que unos crímenes infames se trivializarán, o que se distorsionará el rol de los Sonderkommando al sentimentalizarlos, ha pesado sobre la cinta húngara. Estos criterios contrastan con el abierto respaldo de Claude Lanzmann, director de Shoah,  quien calificó a la película como la «anti-Lista de Schindler«. Para sorpresa de muchos, el documentalista francés daba su venía a una ficción sobre un evento del que antes decía que era imposible hacer ficciones. Ambas posiciones tienen su parte de  razón y para ello es más iluminador leer el perspicaz texto de Richard Porton sobre el largometraje. Porton nota que la película de Nemes combina hábilmente las formas narrativas de un cine de arte y ensayo con elementos accesibles que incluso pueden verse como afines a las versiones sentimentales del Holocausto como la que famosamente hiciera Spielberg. En tanto híbrido, la cinta complace a públicos variados, aunque desde el principio no intente construir un panorama completo de la vida en los campos de concentración. La mezcla produce un filme accesible que nos emociona antes que llevarnos a la reflexión. No obstante, la coherencia con una práctica artística le da una multiplicidad de significados que se vería simplificada si le imponemos solo uno. Es probable que el hecho de realizar una ficción consciente del horror, pero comprometida con una honesta representación del ser humano, fuera lo que motivara la adhesión de Lanzmann. Bien vale preguntarse, por lo demás, si las implicaciones inconvenientes no surgen tanto de la película, como de nuestras concepciones sobre lo que fue el Holocausto. Nemes se atreve a presentar una historia en la que impera tal grado de ambigüedad que no es sencillo distinguir qué tanto de nuestras interpretaciones viene dado por preconcepciones propias o por el relato audiovisual al que nos enfrentamos.

¿Es posible hacer una imagen del horror? Hay imágenes en El hijo de Saúl que sintetizan toda la barbarie, sin hacer de ello un espectáculo gráfico. En el principio, luego de que el protagonista ha guiado a otros prisioneros a una cámara de gas y rebuscado entre sus pertenencias, Saúl corre hasta una puerta tras la que se oyen los desesperados gritos de las víctimas. Lo más desgarrador de la imagen es la cara ausente de Saúl, quien parece abstraído de su infame labor. Es toda una condensación de lo que significaron los campos de exterminio: lugares pensados para destruir toda humanidad. El despertar de ese aletargamiento con el evento del niño hace que Saúl recuerde costumbres y ritos, símbolos de una comunidad que estaba siendo acabada por una lógica de la destrucción. Esta premisa tiene su dejo sentimental y, aun así, no conlleva una forma de adornar los crímenes de los campos de concentración. La recuperación de los ritos se vuelve un propósito kafkiano para su protagonista, pues allí no los puede llevar a cabo. El hijo de Saúl es un relato sobre una moribunda humanidad en medio de su aniquilamiento. Puede no ser el documento que abarque todos los alcances del Holocausto –la película es decididamente fragmentaria–, ni la última palabra sobre estos hechos. El largometraje de Nemes es una ficción que recuerda una de las propuestas de Italo Calvino para el nuevo milenio: la ficción transformada en un medio que como el escudo de Perseo nos permite ver a la Medusa. En conclusión, El hijo de Saúl es un demoledor periplo por uno de los infiernos que los seres humanos creamos, un periplo que nos permite ver de un modo distinto a ese momento histórico. Ver distinto un evento que creíamos conocido es ya un motivo con el que puede justificarse el hacer una imagen del horror.

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