Lo primero, la muerte del padre de Lina y la narración en primera persona que nos habla en confianza del duelo a partir de un ejercicio de memoria. Luego, moscas en la casa y la sensación de ser amedrentada por una sombra. Reseña de La mano que cura.
“Soledad aprendió a identificar las señales, sobre todo por las moscas negras que precedían a los visitantes con su vuelo insistente. Las moscas anuncian cosas (…), acompañan la enfermedad, acompañan la muerte o la desgracia porque son sabias, el problema es de la gente, que no sabe entenderlas” (p. 68).
La mano que cura Lina María Parra Ochoa Alfaguara Bogotá, 2024 208 páginas
Lo primero, la muerte del padre de Lina y la narración en primera persona que nos habla en confianza del duelo a partir de un ejercicio de memoria. Luego, moscas en la casa y la sensación de ser amedrentada por una sombra, “un animal que se esconde y que parece existir” siempre agazapado en los rincones de su apartamento. “Me parece que los pasos del animal se me acercan desde el corredor”. Junto a esta presencia, más y más moscas, negras y gordas. Lina carga con una certeza: “cuando las moscas rondan, siempre traen consigo un mensaje” (p. 17).
Publicada en principio por la editorial española Tránsito dentro de su “catálogo de autoras diversas”, La mano que cura se alimenta de ese halo entre tenebroso y cultural donde emergen –entre rezos, violencia simbólica y hechicería–, toda clase de rituales producto de una cultura de hibridaciones y realidades ocultas. A medio camino entre la parroquia de los abuelos y los amarres, entierros, limpias y amuletos, los personajes de La mano que cura hacen frente a sus demonios desde dos relatos paralelos: el relato de Lina y la historia de juventud de su Moscas en la casa madre Soledad y la maestra Ana Gregoria, “una señora negra, con el pelo muy cortito, casi rapada” y con quien inicia el trasunto de toda la novela, “los poderes”.
Como tocada por una fuerza exterior a ella, la niña Sole heredará a la que será en unos años su hija, Lina, la capacidad de ver y hacer lo que otros no, esto desde las prácticas –en algo tenebrosas– sobre las que Ana Gregoria instruirá a su joven estudiante de quinto de primaria. Y es aquí donde nace la idea del experto curandero, el sanador, aquel que detenta los poderes, aquellos que:
“..están en todas partes y no eran nada o eran todo y eran la tierra y las raíces y los tallos y las hojas y las flores y las frutas y las semillas y lo que se pudre en la tierra y los pelos de los animales y los animales con su carne y sus huesos y su sangre y las piedras que van por el río…” (p. 28)
Ana Gregoria y Sole, “ahí sentadas sobre la tierra, sobre los poderes, siendo los poderes” encarnarán en ellas aquel papel sanador al tiempo que la una enseñará a la otra en el arte de la brujería. La mano que cura irá entonces de la tercera persona de Soledad a la vida de Lina, encargada ahora de decidir qué suerte ha de tener la biblioteca de su padre muerto, y a la vez espantar moscas mientras intenta hallar alguna forma para acabar con esa sombra que la persigue. Ambas relatan su vida en los entresijos del tema principal.
Entonces descubrimos la postal familiar junto a la hermana de Lina, Estefanía –dedicada al cuidado animal–; la historia de amor de sus padres –ya signada como se verá por la presencia de Ana Gregoria– y los devaneos psicológicos de cada cual, fantasmas que rondan en la vigilia o el sueño para conducir la lectura al mismo punto sobre el plano.
Temerosa de la desgracia, Lina a menudo sobrepiensa los acontecimientos, persigue las moscas con un frasco de Raid, tal será el clima que ronda en su casa que hasta las plantas mueren de repente entre el descuido y la superstición. Al otro lado, Sole continúa en su salto en el tiempo. Las lecciones con la maestra se llenan de hierbas curativas, personas posesas y hasta brebajes de amor: “las personas buscaban a Ana Gregoria por que estaban enfermas y los médicos no podían ayudarlas” (p. 69), conflictos sin solución aparente, embarazos no deseados, otras que desean hijos pero no pueden, o madres de “niños medio estúpidos o descontrolados” por obra del diablo. Encomiada a su papel como sanadora, aparece en escena una Lina pequeña que Sole pone en manos de Ana Gregoria, “la niña nació apestada”, le dice. El juego temporal conduce la novela en una interesante espiral con la que regresaremos a algunos lugares para hallar las piezas sueltas del relato. Cementerios, un geriátrico y una Lina perseguida da a menudo por el asma, una Lina pálida “como si estuviera siempre al borde de la enfermedad”.
En esta búsqueda de los poderes, una Lina adulta emprende su camino hacia el quid de la novela. Aquí su reencuentro con Ana Gregoria:
“Frente a la puerta del geriátrico, siendo ya una adulta, le parece que esa infancia es cada vez más distante y gaseosa. Siente nostalgia de esa niña, como si fuera otra; quiere abrazarla cuidarla. Lleva más de diez minutos frente a la puerta sin tocar el timbre. Con la mano izquierda se agarra la medallita” (p. 86).
Tras narrarle a Ana Gregoria de su situación,“de las moscas, de las matas del apartamento que amanecieron todas muertas, de una gotera en la canilla, del olor a humedad, de las capas de polvo (…), del raspar de uñas como de perro, siempre a sus espaldas” (p. 90), Lina inicia su proceso de limpieza, ella misma es el problema según parece, solo le queda tomar consciencia sobre sus poderes En ese proceso de cura mental, recoge algunos de sus pasos, duerme aquella noche en casa de su madre,
“…se acuesta en su cama de la infancia e inmediatamente vuelve a encontrar sus formas en el colchón viejo. En la mano tiene una piedra que le dio Ana Gregoria antes de despedirse. Piedra del fondo del río, le dijo” (p. 91).
De regreso al paisaje truculento que rodea a Ana Gregoria, la novela salta a los años de juventud de Soledad. Aquí como la inmersión en otro capítulo intermedio plagado de amuletos, patas de gallo y la escena nocturna del campo en donde Parra Ochoa revitaliza su relato desde lo macabro del personaje transversal de la novela. Allí decide trazar una línea para marcar un antes y un después en la vida de Soledad y su instructora de brujería. Esto también como la despedida de Soledad, quien parte de su pueblo, Heliconia, mientras se aleja “sentada en la chiva, cuñada entre Esperanza [hermana suya] y un costal de café…” (p. 107).
Sin entrar en el spoiler, baste con decir que es precisamente en esta brecha del libro donde se conectan algunos detalles dejados entre las páginas anteriores y la imagen de Ana Gregoria cobra su mayor protagonismo, en medio de muerte, redención y venganza, “con los ojos blancos de los poderes encima de los suyos propios”. De vuelta al principio, Soledad vela junto a sus hijas a un moribundo padre. Como forma de justificar la interrelación de sus personajes, La mano que cura aborda ahora la vida de un Iván que al morir puso en situación el duelo como detonante.
Entonces nos hallamos frente a un nuevo tema: la telepatía. De un padre que confiesa sentirse perdido hace tiempo, enfermo y encerrado en un laberinto sin salida, Lina, de nuevo relatora en primera persona, nos pone al tanto de lo que ocurre:
“Supe entonces que me estaba pidiendo ayuda. Nunca lo dijo, no le salió de la boca, pero solo allí, al borde del abismo, me di cuenta de que el papá sabía más de lo que revelaba. Sabía de los poderes en la mamá, en mí, incluso en Estefanía. Sabía de los poderes en las manos, en la tierra. Sabía que esas cosas raras que hacía la mamá también estaban de cierta manera en él, en todo” (p. 113).
Iván confiesa ser también un mago, y lo hace desde un lenguaje propio que nos lleva incluso a hurgar en expedientes de la Segunda Guerra o en la historia de Isaac Newton y sus estudios secretos sobre lo oculto y sus textos sacrílegos. Lina, víctima en ese instante de unos cólicos terribles, descubre en su padre los poderes: “Y solo hasta esa noche en el hospital entendí que el dolor me lo había quitado la mano que cura, la mano del papá, no las pastillas ni la aguadepanela” (p. 118).
La narración, que pasa ahora a los episodios librescos y el amor de Iván por el conocimiento, queda de alguna forma en manos de Estefanía, la hermana menor, amante de la ciencia como su padre. Luego, del relato constreñido a arrojar luz y pruebas sobre el pasado de Ana Gregoria junto a Sole, Lina emprende su sanación, con otro personaje que la acompaña, Babalú, una cachorrita que aparece para apaciguar el desenlace de La mano que cura. Ana Gregoria permanece recluida y Lina la visita con frecuencia para aprovechar que aún está de cuerpo presente y para que le hable de los poderes. “Solo la maestra Ana Gregoria, la perra Babalú y yo existimos en este jardín secreto”. Ana Gregoria imparte entonces su lección central:
“Una mano cura y la otra mano mata, dice. Las dos juntas son los poderes, los invocan, los contienen, los moldean como barro, ninguna es buena ni mala, por que a veces la cura es una maldición y a veces la muerte es bienvenida” (p. 163).
Para la anhelada limpieza de Lina, aparece el momento de Estefanía. Al ponerle al tanto de lo que ocurre en la vida de su madre y hermana, inician juntas ese último ritual tras el que las cosas estarán mejor. Ana Gregoria se “desbarranca” por el abismo del olvido. Lina conserva consigo algunos amuletos y su vida junto a Sole, Estefanía y Babalú sigue su camino.
Carlos Andrés Almeyda Gómez
Bogotá, 1979. Editor y comentarista de libros.
Ha realizado crítica y comentarios bibliográficos para medios como el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, la revista Lecturas del diario El Tiempo, la revista Número; el desaparecido periódico Tinta fresca de la Cámara Colombiana del Libro; la Gaceta del Fondo de Cultura Económica; y la revista Arcadia, entre otros, así como en los portales omni-bus.com (España); revista.agulha.nom.br (Brasil); y laotrarevista.com (México). Ha dirigido talleres de poesía con la Casa de Poesía Silva en la Cárcel Distrital de Bogotá y la Cárcel del Buen Pastor (2015-2017). Mención de honor en el concurso para nuevos escritores de la Revista Número, grupo TM y la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, así como en el quinto y séptimo concurso literario El Brasil de los Sueños, organizado por el Instituto de Cultura Brasil-Colombia y la Embajada de Brasil. Fue docente capacitador de la Vitrina pedagógica con Bibliored y la Secretaría de Educación. Coordinador en 2008 de Página de Libros, sección bibliográfica que aparecía todos los viernes en el diario El Espectador. Ha sido docente, redactor Free lance, corrector, diseñador, librero encargado, editor, gestor cultural y promotor de lectura. El Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República publicó en 2018 una breve muestra de su poesía. Fue Artista Formador de Idartes (2017-2019). Actualmente se desempeña como diseñador y corrector para varias universidades. Consejero Distrital de Literatura para las organizaciones promotoras de lectura en el periodo 2019-2022 y actualmente en representación del sector editorial (2023-2026). Libros: “Una jaula va en busca de un pájaro” (La Raíz Invertida, 2020). Los Impresentables editorial publicará en breve su libro de poesía “La brevedad del elefante”.
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