Sin rumbo
Nicolás De La Cruz Picalúa
Edición de autor
200 páginas
Barranquilla, 2022

De los temas que subyacen a la vida de un profesor de sociología y política criminal, Nicolás de La Cruz Picalúa parece querer entregar en Sin rumbo algo más que una novela con un trasfondo histórico o el retrato de una época. Se trata más bien de una concisa y novelada crónica personal como pretexto para un libro que, desde la erudición, da cuenta de todas aquellas cuestiones tangenciales al pensamiento de izquierda y las juventudes que en sus años de universidad, aquí a través de la historia no tan reciente de Colombia, la violencia política y la vida desde la postal revolucionaria de 1979, sirven como punto de partida para hablarnos de los corrillos intelectuales y socioculturales de toda una generación.

De La Cruz, barranquillero de cuna y abogado de profesión, es también criminólogo y Especialista en Derecho Penal. Concejal y presidente del Cabildo Municipal de Sabanagrande, Atlántico, a mediados de los años setenta, además de secretario de Fomento y Desarrollo de la Gobernación del mismo departamento, ha querido desarrollar en esta novela un férreo ejercicio de memoria para, en sus propias palabras, mantener “una actitud frente a la realidad”, un poco bajo la sombra del realismo mágico, ello sin dejar de lado su intención primera, retratar un momento de su historia personal desde la ficción y la reconstrucción de un momento político específico. Vamos a la novela.

A partir de una narración en primera persona que funda desde el primer capitulo una postura frente a la realidad, los personajes que visitan cada momento de Sin rumbo arengan, se cuestionan constantemente, y revelan sus secretos a la vez que la novela se abre paso entre salones de clase, “cuadros” revolucionarios que incitan sin pausa a la beligerancia. Y inicio así esta reseña subrayando parte de la formación de De La Cruz Picalúa por cuanto Sin rumbo constituye, a la vez que una novela, un rastreo de los pasos de su autor: su paso por las aulas de derecho, su viaje a Italia para obtener su grado de especialización y, en suma, su permanencia en las lides de la política. Dicha intención le da a este libro su tinte tan sui generis por tratarse además de un libro atravesado por el ensayo, por la cátedra sucinta y la reflexión constante. Entonces leemos apartes como este: “El problema de la esencia de la vida es abordado por el materialismo, para el cual la vida, como todo el mundo restante, es de naturaleza material y no necesita para su explicación el reconocimiento de ningún principio espiritual supra material”. O “Casi todos los profesores nos repetían la misma cantaleta; y aun cuando hacían miles de giros, las ideas de fondo se podían resumir en dos palabras: Ateísmo y revolución”. Esta declaración recibe a quienes serán los personajes principales en Sin rumbo, cómplices y amigos que aparecen y desaparecen de escena, aquellos que configuran su relato, bien sea desde Italia o Colombia.

Para empezar, Isabel, candidata a la representación estudiantil, abogada e integrante del Partido Comunista; Patricia Rodríguez, estudiante de arte dramático y teatro en Roma, “encantadora criatura de finos ademanes y con unos deseos inmensos de ser actriz”; o Ana, otra amiga psicóloga. Aparecen personajes determinantes en la concreción del relato como Gloria, camarada socióloga a quien le asesinarían a su esposo, Joel. También Álvaro, Margot y otros tantos de este y del otro lado del mar; ya en Italia, De La Cruz Picalúa ingenia una interesante vuelta de tuerca, cambio de atmosfera fruto de su crisis de identidad ­­–como se verá–, con lo que empieza por delimitar esa ars poética escrita aquí a medio camino entre lo autobiográfico, el manifiesto intelectual de un estudiante y la ficción convertida al final –y que se me perdone el spoiler– en novela negra. Es así que Sin rumbo tiene a bien alternar el relato académico con la anécdota personal, aquí a manera de catalizador y a menudo para acotar en los pliegues de la narración principal:

“Durante mi vida de estudiante universitario, los sábados y domingos me iba para Villa Grande, allí si, que el ron era ‘corrido”; desde cuando llegaba hasta cuando partía, no aflojaba la botella. Huía de la realidad por medio del alcohol, pero ni en medio de mis ensueños encontraba satisfacción. Ingería licor con los amigos para no aburrirme; sentía un vacío interior; ya bajo los efectos del licor fantaseaba en el vacío de las horas muertas”.

Reflexiones embebidas de preguntas existenciales, de búsqueda. Algo así como quien busca un rumbo hasta conseguirlo. Entonces De La Cruz Picalúa se pregunta: “¿Cómo hablarle a estas gentes de salud, de bienestar, de vida plena, de deseo de trabajar, de progreso… si no existían para muchos de ellos las más mínimas condiciones de comodidad y desarrollo?” De alguna manera, lo que en principio se muestra bajo el cristales de la lucha y los ideales de cambio y revolución, lleva al autor a poner en duda el tinglado de toda una epistemología. Quien narra se reprende a través de la crítica, a quien “enseñaron a tenerle pena al comercio”, al capitalismo, habituado como afirma al ocio y la holgazanería, “en una palabra, me educaron para ser un mediocre, un subdesarrollado”.

Como en una especie de educación sentimental hecha a manera de road movie, nuestro protagonista persigue algo al parecer etéreo, aquello que lo llevará a Italia, esto es, el cambiar de escenografía y renovar sus búsquedas. Se trata de un narrador que increpa sin pausa desde el análisis sociológico o poniendo en tela de juicio la entelequia de sus ideas y nociones de historia, de arte, incluso de filosofía; su relación con los preceptos políticos y sociales, con la guerra, con la religión; de alguna manera, mantiene el paralelismo entre aquella vida en Bogotá o Sabanagrande con la vida en Roma, en Florencia, con el viejo continente que se le ofrece en todo su esplendor y decadencia. De nuevo aparecen las reflexiones como detonantes en el relato:

“Comparaba, su ingenio con el de mis antiguos amigos colombianos y en verdad que era una lástima saber que en muchos pueblos retirados y en recónditos lugares, vegetaran tristemente y languidecieran en desilusión y abandono, hombres inteligentísimos que, de haberse desarrollado en otro ambiente social, hubieran dado frutos regalados y dulces a la humanidad. Esa era una consecuencia nefasta de las desigualdades sociales”.

Luego de seguirse martillando la cabeza sobre el destino que ha tomado su vida, aquel recién llegado a Italia, siente que a pesar de haber cruzado el océano, el problema persistía, “ por lo tanto tendría que enfrentarme a los reproches que me hacia mi conciencia. Me reprochaba, haber dejado pasar el tiempo y no haber logrado los objetivos que me había propuesto”. Entonces se cuestiona sobre su periplo intelectual al haber empleado su tiempo “en informarme, educarme, culturizarme lo que me había impedido obtener riquezas materiales. Tenía el defecto de tomar como punto de referencia de mi progreso material, el avance que habían tenido las personas de mi edad…” En este trecho de Sin rumbo, De La Cruz Picalúa decide darle otro ritmo al relato. De diálogos sostenidos con sus nuevos amigos alrededor del sentido de la vida o inmerso en discusiones alrededor de su crisis vocacional, la novela trasciende su género y se convierte de nuevo en ensayo, en novela histórica; nace el relato dentro de otro relato y acudimos al salón de clases como al inicio de la novela. Aquí la historia del Papa Alejandro VI, junto a sus hijos Alejandro y Lucrecia, y el diálogo del príncipe Pico della Mirandola. Luego entramos al relato de la viuda Gloria, interesante salto en el relato en su juego de máscaras y su carácter híbrido. De tal forma, algunas páginas adelante, nuestro protagonista decide afincarse en Roma y el relato estático y de diálogos retoma el movimiento. Se inaugura así un nuevo episodio de esta novela como respuesta a esos devaneos psicológicos constantes. En su hibridación, de repente pasamos del discurso a la acción. Junto a un par de amigos, anota el orden del día en su nueva empresa:

“1. Informe de comisiones: análisis económico, análisis cultural y análisis político. 2. Discusión sobre la línea a seguir frente a la situación social actual. 3. Toma de decisiones: a) Toma del poder del Estado b) Medidas para lograrlo, toma de posición. 4. Formación de la junta directiva: a) Elección b) Instalación”.

En una suerte de nuevo relato, asistimos a reuniones, revisamos informes, actas. Seguimos al pie de la letra cada parágrafo, cada nueva acotación. De repente, la historia parece cruzarse de manera anacrónica con un narrador de vuelta a Bogotá. Un narrador inmerso en la convulsión social de un reencauchado “bogotazo”. Se trata de una campaña a la presidencia y de la muerte de un prócer: “Llegado el día de la entrevista me dirigí hacia el sitio convenido, pero, nunca podré olvidar la cara de angustia con la que un embolador bastante joven, me dio la fatal noticia”. Habían asesinado a Eliécer “¿Quién? Un hombrecito; yo lo vi; lo llevaban arrastrando la multitud y estaba ensangrentado”. La escena es caótica, vívida. La genialidad en este sentido reside en los saltos que la novela propone en su desenlace. Un proceso kafkiano para el narrador y sus compañeros de lucha. Ruido de máquinas de escribir y juzgados. Penalistas de traje desgastado, gente yendo y viniendo bajo una luz amarillenta. Carpetas del caso regadas por todas partes. De los trechos que suponíamos autobiográficos pasamos pronto a entender otra cosa. Los nombres y los hechos están de tal manera traspuestos que entendemos todo el simulacro que significaría echar mano de un personaje que finalmente descubrimos ajeno al Nicolás De La Cruz Picalúa autor, al De La Cruz estudiante de una universidad bogotana, al De La Cruz, especialista en Italia. La escena final: Hombres sentenciados injustamente. Una cárcel y un indulto. La fecha: Diciembre de 1992.

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