Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

La Patagonia

Existen territorios míticos en la literatura, algunos de los cuales fueron directamente creados por los autores, por supuesto que a partir de la realidad: no se crea a partir de la nada, a no ser en el caso de Jehová.


Los ejemplos podrían multiplicarse, y para sólo ceñirnos a nuestra literatura baste con recordar las mancuernas de Vetusta y Clarín, Comala y Juan Rulfo, Santa María y Juan Carlos Onetti, Macondo y García Márquez, Región y Juan Benet, y las menos conocidas de Yangana y Angel Felicísimo Rojas, en el Ecuador, y El Valle y Rolando Hinojosa, en Texas. El modelo de los más nuevos de entre todos ellos es el condado de Yoknapatawpha, por donde deambulan los personajes posesos de William Faulkner.

Pero también existen en la literatura otros territorios míticos que son la pura y escueta realidad, sin mezcla de invención alguna. Por ejemplo el París de Balzac y de Zola, al que luego se superpondría el de Simenon. Lo son además el San Petersburgo de Dostoiewski, el Londres de Dickens, el Madrid de Galdós, la Cristianía de Knut Hamsun, la Lübeck de Thomas Mann, la Colonia de Heinrich Böll y el Danzig de Günter Grass. Si un niño coloniense se llama Boris, no es en homenaje al autor de Doctor Zivago: es que sus padres fueron apasionados lectores Retrato de grupo con dama, de Böll, no les quepa ni la menor duda.

Pues bien: hay dos territorios americanos que han atraído desde siempre la atención mitologizante de los escritores: Alaska en el extremo norte, la Patagonia en el extremo sur. Y mientras que Alaska tuvo en Jack London su irrepetible bardo, la Patagonia puede referirse a las obras del francés Julio Verne (El faro del fin del mundo), el español Bartolomé Soler, el argentino Osvaldo Bayer, el chileno Francisco Coloane, el inglés Bruce Chatwin, el estadounidense Paul Theroux y la alemana María Bamberg, la única de entre todos que se crió en la propia Patagonia.

A ellos deben añadirse ahora las novelas Fuegia (como lo escribía Darwin), del argentino Eduardo Belgrado Rawson, una que no he leído ni la he tenido nunca en mis manos, y Tierra de fuego, de la también argentina Silvia Iparraguirre, que sí he leído y la recomiendo. En ella se trata el tema de los buenos salvajes fueguinos en Londres y está posiblemente inspirada por una observación de Darwin en el diario de su viaje alrededor del mundo a bordo de la Beagle. Al promediar ese diario, la Beagle deja atrás el estrecho de Magallanes, y Darwin habla de Fueguia, la muchacha fueguina que había vivido un tiempo en Inglaterra y que, junto con otros dos fueguinos, también llevados a Londres por la anterior expedición, ahora regresaba a su tierra natal. Allí fueron devueltos los tres por Fitz Roy, el capitán de la Beagle. Cuando años después prepara la edición de su diario, Darwin añade una nota a pie de página en este episodio y yo la traduzco restituyendo su nombre a la protagonista y el topónimo español a las que él llama “islas Falkland”:

«El capitán Sullivan, que desde su viaje con la Beagle estuvo ocupándose del levantamiento topográfico de las islas Malvinas, oyó en 1842 de labios de un cazador de focas, que en el límite occidental del estrecho de Magallanes había subido a bordo de su barco una nativa que hablaba un poco de inglés. Era sin sombra de dudas Fueguia Basket. Vivió (me temo que este verbo posiblemente oculta un doble sentido) algunos días a bordo».

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