Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

El turismo marítimo

En diciembre 2001, mi esposa y yo viajamos entre Alemania y Argentina de una de las formas más placenteras que imaginarse puedan: en un barco. Pero no en un barco de esos que se llaman cruceros aunque, para nuestro gusto, deberían llamarse crucificatorios. No, no, viajamos en un carguero de contenedores.

22 días duró la travesía, y a pesar de nuestro anhelo de volver a ver Buenos Aires después de nada menos que 34 años, cuando uno de los oficiales nos recordó en alta mar que al cabo de tres días volveríamos a estar pisando el asfalto porteño, experimentamos una cruel desilusión: se terminaba la aventura, había que decirle adiós al benevolente Atlántico que nos permitió cruzarlo, del nordeste al sudoeste, sin ni siquiera inferirnos la injuria de un mareo.

Yo he nacido de todos modos al ladito mismo de la mar océana: desde la azotea de la casa donde vine al mundo se podía ver hasta hace muy poco el convento de La Rábida y el puerto de Palos y la maravilla blanca de Moguer (con la casa museo de Juan Ramón Jiménez); y hasta el mismo Atlántico se podía ver. Hoy ya no se puede: edificios de esos que llaman groseramente rascacielos me ciegan el hermoso panorama. Mi esposa, en cambio, nació en tierra adentro: en la franja neerlandesa de la frontera entre Alemania y los Países Bajos, pero igual parece que le contagié mi amor por la mar, y fíjense bien que los de sus orillas no la llamamos el mar, ¡ah, no!, la mar es mujer, y cómo.

Con todos estos antecedentes no les debe extrañar que mi esposa y yo estemos planeando un nuevo viaje ultramarino, otra vez en un buque de contenedores que nos conduzca, después de atravesar el Atlántico y el canal de Panamá, hasta Valparaíso. Y les aseguro que la oferta es requetecontratentadora.

Imagínense salir de Rotterdam continuando por Amberes y luego Bilbao, para después cruzar sin más escalas hasta San Juan de Puerto Rico, de donde el viaje continuaría a Cartagena, el canal de Panamá, Buenaventura, Guayaquil, El Callao, Iquique, Antofagasta y el destino final Valparaíso, regresando por casi el mismo camino con una escala francesa en Dunquerque antes de volver a recalar en Rotterdam: 74 días.

74 días en los que no tiene uno nada más que hacer que dedicarse a buscar delfines, ballenas y tiburones con los prismáticos, cuando navegamos en alta mar, y por lo demás, leer, escribir, ver cine en el salón de recreo acompañado del capitán y alguno de sus oficiales e ingenieros, y bajar a tierra en los puertos suponiendo que a uno le interese hacerlo (no es mi caso: me importan un bledo desde el Machu Picchu hasta las pirámides de Egipto y la muralla de China, monumentos todos que me recuerdan cómo las dictaduras no son de hoy ni de ayer, sino de siempre).

Quienes prefieran ir en doce horas de Bogotá a París, en avión, nunca podrán entender el placer inmenso de invertir en el mismo recorrido (digamos desde Le Havre a Barranquilla) la enormidad de veinte días. Peor para ellos. Peor para ellos, digo, porque la mar es la única medicina contra la necedad de la rapidez, y eso a pesar de que los cargueros de contenedores son tan veloces que los ágiles delfines abandonan la carrera a los cinco minutos de intentar competir con máquinas que navegan a 21 nudos. Desventurados delfines: quedan exhaustos.

Pero el problema que se nos ha planteado a mi esposa y a mí, ahora, es que hay que una empresa de cruceros que ofrece el siguiente itinerario: Niza, Madeira, Guadalupe, Martinica, Tobago, Curaçao, Santa Marta, canal de Panamá, Esmeraldas, El Callao, Valparaíso y y luego hacia el sur, hasta atravesar nada menos que el estrecho de Magallanes, y después de recalar en Buenos Aires allegarse hasta Tristán da Cunha, el lugar más apartado del universo, una isla perdida en medio del Atlántico, y de allí a Ciudad del Cabo, doblar luego el cabo de Buena Esperanza y remontar la costa oriental de África por Madagascar hasta Adén, a la entrada del Mar Rojo, y seguir hasta el canal de Suez, y luego, sin escalas, hasta Venecia.

99 días. El único inconveniente es que todavía no hemos reunido los 10.000 dólares per capita que exige semejante aventura. Por cierto que ¿no les sobraría algún que otro dólar para «subvencionarnos»?

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