Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Del cuchillo en el cine

La ciudad de Solingen es universalmente conocida por la calidad de su cuchillería: unos cuchillos que gozan de la misma y merecida fama que las navajas de Albacete o las espadas de Toledo. No es raro, pues, que exista en Solingen un Museo del Cuchillo alojado desde hace casi 25 años en un antiguo convento de monjas agustinas.

Tampoco es raro que ese museo presentase años ha una exposición dedicada a los cuchillos que han sido protagonistas mudos (y eficaces) de muchas películas. Me atrajo la curiosidad y viajé a Solingen, y no me arrepentí de haberlo hecho.

Si bien la exposición era más o menos minimalista y se circunscribía a películas rodadas entre 1971 (Jeremiah Johnson, con Robert Redford) y 1997 (The Edge, con Anthony Hopkins), ya valdría la pena de haber ido sólo por admirar la vitrina con los originales de los cuchillos, navajas, hachas y tomahawks usados por los personajes Magua, Unca y Hawkeye en El último de los mohicanos.

Pero este Museo, a pesar de su denominación que pareciera reducirlo a una muestra cisoria, ofrece mucho más. Sus salas invitan a hacer un recorrido, desde la Edad de Piedra a nuestros días, por toda la historia feliz y desgraciada de la relación del ser humano con los instrumentos cortantes.

Feliz cuando la vemos reflejada en la evolución de los cubiertos, desgraciada si nos la planteamos ante un par de monstruosas espadas que sirvieron para hacer justicia, o dicho de otra manera: para decapitar. En la hoja de una de ellas descifro la siguiente inscripción, evidentemente puesta en labios del verdugo: «Cuando alzo esta espada nada tierna / deseo al pecador la vida eterna». Y en otra de las tales se lee una frase que puede atribuirse la propia espada: «Conmigo que Justicia ha levantado / 306 personas degollado».

Uno mira a su alrededor y contempla alguno de los muñecos de tamaño natural expuestos para darle ambiente medieval a la sala, vestidos con toda la armadura de la época, desde el yelmo a la coraza y las rodilleras, es decir: vestidos de latas de conserva, y la verdad es que al contemplarlos siente uno el temor de que alcen su espada justiciera –como el protagonista de la leyenda El beso, de Gustavo Adolfo Bécquer– para castigar nuestra herejía abolicionista de la pena de muerte.

Otras salas del museo son más tranquilizadoras, si bien en alguna queda documentado que no todo era devoción y religión en las romerías. Así lo demuestra por ejemplo un báculo de peregrino expuesto en una vitrina, y que es hueco, y en el hueco se aloja un florete, arma penetrante donde las haya: su propietario sabía muy bien cómo defenderse de los malandrines que asechaban en las rutas que conducen a Jerusalén, a Roma o a Compostela.

También hay en el museo un hueco dedicado al noble oficio de los afiladores callejeros, hoy  desaparecido. Y a los lanzadores de cuchillos y a los tragasables, artistas que hicieron nuestra angustiada delicia en los circos de la ya lejana, lejanísima infancia.

Confieso, sin embargo, que el objeto que más me llamó la atención es una espada de auténtica artesanía en cuya hoja estaba cincelado el almanaque completo, seis meses por cada lado. Pensé que hemos avanzado pasos prodigiosos desde que se fundió esta espada. Ahora nos basta mirar al reloj en la muñeca para saber qué fecha es.

Me imagino al caballero dueño y señor de esta espada que les cuento (vamos a llamarlo Don Mendo), detenido enmedio de una calle de la Sevilla de Rinconete y Cortadillo, y conversando con un amigo (vamos a llamarlo Don Nuño). E imagino que Don Nuño le pregunta a Don Mendo: «¿Sabe vuesa merced por un casual en que día del Señor vivimos hoy?» A lo que Don Mendo replicaría echando mano a la espada, desenvainándola y alzándola guiñando los ojos, para finalmente responder: «A fe mía, Don Nuño, que estamos a 27 del mes de mayo, día de San Ranulfo, mártir, y San Eutropio, obispo». Y ambos caballeros se persignarían devotamente.

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