La tarde y la noche del 11 de septiembre del 2001 me las pasé viendo una y otra vez la machacona repetición de los ataques aéreos a las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York y al edificio del Pentágono en Washington. La puesta en escena, la coreografía del horror, me confirmaron una vez más que la televisión es el medio narcisista por antonomasia.
Viendo caer al vacío a las desesperadas personas que eligieron el suicidio antes que la muerte por combustión o asfixia, viendo caer esos peleles humanos seguidos minuciosamente por las cámaras, me pregunté una y otra vez cuándo cesaría semejante inhumanidad informativa, cuándo los responsables de la presentación de tales imágenes terminarían por comprender que estarían siendo vistas en Nueva York, y no sólo allí, por los esposos, los padres, los hijos, los amigos de miles de personas que trabajaban en el World Trade Center.
Un gran escritor chicano, así pues estadounidense, me escribiría días más tarde en un email: «¿Y nos llamamos un país civilizado? ¿Qué pensarían los padres, esposos, parientes, etc., que presenciaron éso hora tras hora hasta que por fin la ABC decidió no mostrarlo más? Las otras cadenas, como corderitos, siguieron el ejemplo, pero no, de seguro, sin antes reunirse en un comité y decidir si debían seguir con ello o no. Nunca se les ocurrió dejar la pantalla en blanco y ofrecernos música apropiada». Esto fue lo que me escribió mi amigo Rolando Hinojosa, ese gran escritor chicano que tiene experiencia directa de la tragedia: estaba en Washington y cerca del Pentágono cuando el avión kamikaze se estrelló contra el eufemísticamente llamado Ministerio de Defensa.
Despuntando la mañana del 12 de septiembre me marché a Berlín, un viaje programado desde hacía meses. Pero las imágenes fueron tercas, contumaces, recalcitrantes: me acosaron hasta la capital alemana. No había modo de zafarse de ellas. Me persiguieron hasta un sanctasanctórum muy especial. Una habitación de unos 10 m² en un edificio en ruinas del centro de la ciudad. En su primer piso, durante los años de la segunda guerra mundial, un pequeño industrial berlinés instaló un taller donde ciegos y sordomudos fabricaban cepillos y escobas: todos aquellos obreros eran judíos, y el pequeño industrial, con grandes riesgos, salvó muchas de sus vidas. En los libros de historia, a ese hombre llamado Erich Weidt se lo llama «el pequeño Schindler», alguien que no tuvo la suerte de que su obra de humanidad la filmase Steve Spielberg.
Al fondo de su taller, oculta detrás de un armario, había una puerta que se abría hacia esa habitación de escasos 10 m² a cuyo lado el escondite de Anna Frank en Amsterdam casi parece un lujo: esa habitación diminuta donde Erich Weidt escondió a una familia judía hasta que fue denunciada por una mujer asimismo judía que trabajaba como delatora para la Gestapo, la policía secreta de los nazis. Parado en el centro de ese ínfimo espacio cerré los ojos y vi caer los cuerpos de los suicidas desesperados del World Trade Center, vi cómo se desplomaban las orgullosas torres, cómo un denso nubarrón de polvo y cenizas cegaba el espacio donde las orgullosas torres antes se erigían, y me supe desvalido y vulnerable. La Gestapo me rastrearía en ese minúsculo escondite, la fanática violencia de los fundamentalistas me alcanzaría en una de las construcciones más gigantescas del universo.
También pasó por la pantalla de mi cine interno el bombardeo del palacio de La Moneda, en Chile, otro 11.9., hace 44 años. Y se me derrumbó una certeza. La de que podemos ganarle la partida al miedo. Me dije que sólo podemos camuflarlo. Pero de repente pensé en mis dos nietos (entonces sólo dos, hoy cuatro) y me los representé como dos torres gemelas que podían crecer hasta hacer que el miedo fuese un mal recuerdo, el guayabo residual de una mala noche. Me dije que si ya los quiero mucho, ahora tengo que quererlos mucho más. De no creer que ellos serán distintos a nosotros, la verdad es que no valdría tanto la pena seguir viviendo. En ese momento me prometí no parar hasta enseñarles que el único enemigo real del ser humano es la violencia. Y más que ninguna, la propia. De ella nacen todas las demás. De camino al tren suburbano me acordé del Mahatma Gandhi, y me pregunté si la humanidad se ha merecido alguna vez semejante regalo.
******************************************************