En el DÍA en que un QR podría valer más que la expresión genuina de la IN  Inteligencia Natural… en la que todo fluye de manera ídem…

Nos aparece como por ARTE de MAGIA y nos sorprende una vez más;  el Dr  LITO ZANARDI… regalándonos uno de sus FABULOSOS viajes…dignos de sus CUENTOS de la buena PIPA…!

“Tesis, antítesis y síntesis

No creo que sea justo resumir un relato que tiene a Jacobo como protagonista en esas tres palabras que sustentan el núcleo del pensamiento dialéctico, porque, además, y sobre todo, Jacobo era físico. Cualquier persona es más que tres palabras. Creo, sin embargo, que no le disgustaría enterarse que su recuerdo está ligado a esa tríada, como uno de esos paisajes que respaldan un retrato y suelen proveerles de una sustancia adicional a las personas eternizadas en ellos. Y sé que para él, la física y la filosofía marxista eran parte de la misma cosa.  Pero, si llegué a conocerlo, fue por la feliz coincidencia entre esa trilogía inventada por Hegel y de la que se valió Marx para cimentar la estructura de su filosofía, la aparición de un relato con ese título y firmado con su pseudónimo en cierto periódico comunista de principios de los años 40, y su lectura por parte de mi viejo, en esa época un consumidor entusiasta de cualquier panfleto que augurara una gran revolución que se abatiría como una tormenta para lavar las miserias de siempre. Las coincidencias siempre existen en la realidad. A veces nos metemos en ellas y creemos que fue por azar, pero, entonces, sospechamos que el azar es un modo verbal de disculpar nuestro desconocimiento. Cuando mi viejo terminó de leer el artículo, el cual, según relata, condensaba en poco más de quinientas palabras el enunciado filosófico que establecía la afirmación, la negación y la negación de la negación de algo que eranla base de la lógica marxista, sintió que debía conocer a su autor. “Lo imaginé como uno de esos comunistas rotundos que ilustraban los afiches republicanos de la Guerra Civil Española. De mirada encendida, mucho puño sobre la mesa y dedo de Lenin indicando el curso de la historia. Sin embargo me encontré con un muchacho miope, más bien gordito y de sonrisa ingenua. Fuimos, desde entonces, los mejores amigos”.

  1. Cuando conocí su casa, de la mano de mi viejo, me sorprendieron la cantidad de libros. Si hay algo que distingue en mi memoria la casa de Jacobo son los numerosos libros acomodados en cualquier parte, descalabrados y demacrados en ocre por el manoseo reiterado, como esa ropa desgastada por el uso y los lavados que adquiere un color indefinido. Sorprendentemente, sobresalían textos de física, química, mecánica, hidráulica, nombres que atemorizaban lo suficiente como para disuadir de su lectura. Siempre que llegábamos había uno de ellos abierto. Adivinaba que él había estado leyendo hasta un momento antes de nuestra llegada, absorto en alguna de esas páginas impenetrables donde abundaban más símbolos griegos, números y diagramas que palabras, lo cual agravaba mi natural desconfianza hacia ellos. Solía leer con el puño apoyado sobre la sien, como si con él empujara algún argumento resbaladizo, con un sifón al costado del que se servía cada tanto un vaso de soda, iluminado a la luz pálida de un tubo fluorescente de mercurio que chisporroteaba intermitentemente como un insecto atrapado en una caja.

 

En cada cumpleaños me regalaba un libro. Siempre se trataba de alguno de la colección Robin Hood del Espacio, que incluía autores norteamericanos de la época de oro de la ciencia ficción. Las historias abundaban en seres extraterrestres, viajes a la Luna, Marte y Saturno. Creo que los autores preferían la Luna porque todavía era misteriosa y estaba cerca, Marte porque desde siempre había fascinado a las personas por su color rojo oxidado y su engañoso parecido a la Tierra, y Saturno, qué duda cabe, por la belleza de sus anillos donde, con un poco de imaginación, se podía flotar como en un lago de seda amarilla. Creo que, como a tantos, mi gusto por la ciencia y la literatura empezó en esos tiempos, seducido por el novedoso empleo de la imaginación como un modo de viajar sin moverse de un lugar.

 

Ya de adolescente concurría a su casa de la calle Billinghurst, en el barrio del Abasto de la ciudad de Buenos Aires, para tomar lecciones de física, una materia que, como la que operaban los alquimistas, revelaba una natural resistencia a ser domesticada para transformarla en algo amable. Fue él quien por primera vez me habló de Galileo. Creo, o creo recordar, que se trataba de unos de esas tardes porteñas donde el calor africano consigue vaciar las calles de gente y secar los cerebros de pensamientos lógicos y por eso estábamos sentados en el único lugar fresco de esa casa que era el cuarto que seguía al zaguán, beneficiado por la sombra permanente y el olor de la celulosa húmeda. La mayor dificultad que enfrentó Galileo no fueron sus inquisidores sino el sentido común. El pensamiento científico suele oponerse al prejuicio que tenemos sobre el comportamiento de las cosas. Cuando pienso en quienes le impusieron silencio y exilio por un par de ecuaciones que contradecían opiniones y escrituras sagradas, me digo que se trataba de gente aterida de miedo. No sé si eran exactamente malas personas; estaban, sobre todo, despavoridos de que el mundo efectivamente se moviera. Lo que se les movía, claro, era el piso filosófico en donde estaban parados. Por supuesto me compadecí de Galileo, y mucho más de mí mismo, aunque finalmente, con no poco esfuerzo pero gracias a Jacobo, logré comprender aquellas ecuaciones y otra más que les siguieron.

Ser comunista o ser físico no es sencillo. La cosa empeora cuando se es las dos a la vez. Tiempo después supe que, en tiempos del primer peronismo, había pasado un año en la cárcel de Devoto y luego fue enviado a un regimiento disciplinario del ejército en la Patagonia donde desde el primer oficial hasta el último recluta eran condenados. De esos tiempos mi viejo conserva plumas que confeccionaba en la cárcel, de esas que se usaban para escribir mojando la punta en un tintero, labradas a mano. Luego de esos años, fue docente en la Facultad de Ingeniería de Buenos Aires y miembro de la Comisión Nacional de Energía Atómica, de donde era puntualmente despedido cada vez que los militares tomaban el gobierno. En esos tiempos, sobrevivía dando clases de física y con la ayuda de la familia y sus camaradas, físicos o comunistas. En los años del Proceso, según me contó una de las últimas veces que lo vi, recibía la correspondencia que mantenía con científicossoviéticos en el edificio Cóndor de la Fuerza Aérea, en el barrio de Retiro, donde un sargento de sonrisa burlona le entregaba los sobres abiertos.

 

Cuando se reconstruye una historia para darle la forma de un relato es inevitable contarla de atrás para adelante porque en general, aún a los personajes de ficción, los conocemos de adelante para atrás. Conocemos a las personas en el presente, aun cuando las imaginemos, eso es inevitable, y por eso relatamos ciertos pasajes de acuerdo a una lógica que responde al modo en que los traemos del recuerdo. Aunque Jacobo era, como todos, muchas personas, para mí fue quien me llevó de la mano y me abrió la puerta a un mundo diferente al que vemos todos los días, el que está por debajo de la apariencia y sólo se descubre con esfuerzo, como esas ciudades amortajadas por la selva que hay que desmalezar para despojarlas de su sepulcro. No sé cómo Jacobo reconstruiría su historia. Sospecho que no estaría demasiado interesado en hacerlo. Formaba parte de esa escasa legión de personas que creen que su vida personal sólo es razonable cuando forma parte de algo más general. Esa modestia es el distintivo de aquellos que están dispuestos a dar todo por nada o, mejor dicho, por todos. El valor raramente se mide por la capacidad de boxearle la cara a otro. Tener valor implica asomarse a la nada de la incertidumbre, esa región en donde flaquean las convicciones y las certezas se borran con goma, elementos que abundan en la física y las revoluciones.

 

Jacobo murió tiempo después de la última dictadura. Hacía varios años había dejado la casa de la calle Billinghurst y vivía cerca de la estación Vicente López, en una casa con jardín desde donde se oía el pitido de los trenes que van y vienen del Tigre. Supe que, aquella noche, se había, como siempre, sentado a mirar las estrellas. Las mismas y viejas estrellas que habían deslumbrado a Galileo y les había impulsado a emprender un viaje hacia la nada. Allí lo encontraron, con un libro en la mano y la misma expresión tranquila de siempre que es la síntesis del final.”

THE END

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CONTINUARÁ…

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