El último pasillo

Publicado el laurgar

La letra con sangre…

letra con sangre

Cuando tenía once años, más o menos, recuerdo haber leído Cóndores no entierran todos los días, del escritor tulueño Gustavo Álvarez Gardeazábal. En mis recuerdos de lecturas, ese fue el primer libro colombiano violento que leí, y quedé maravillada: una Colombia se me comenzaba a dibujar en la literatura, y me gustaba. No era la Colombia que salía en el libro de Ciencias Sociales, no era la Colombia que leía diariamente en el pizarrón del colegio, ni en los atlas, ni en ese mapa gigante que, extendido sobre la mesa de costura de mi abuela, resistía paciente los dedos de mi abuelo recorriéndolo mientras me contaba apartes de la historia colombiana.

Tres o cuatro años más tarde tuve una profesora de castellano a quien le gustaba mucho consentir mi gusto por la lectura prestándome libros, sobre todo aquellos libros de publicación reciente (estoy hablando, más precisamente, de los años 97, 98, 99) que no habían llegado a la ciudad en donde yo vivía y que ella conseguía en Medellín. Un día, mi profesora apareció con un libro que, si mi memoria no me engaña, publicaba Editorial Plaza & Janés y cuyo autor no me sonaba para nada. El libro se titulaba Rosario Tijeras y el autor es el hoy reconocidísimo Jorge Franco Ramos. Para ese entonces Rosario Tijeras recién comenzaba a llamar la atención de todos esos lectores que se interesaron tanto en la historia y que agotaron, según algunas cifras que saqué al vuelo de internet, 25.000 ejemplares, algo novedoso en un país que, por las quejas que yo he escuchado siempre, lee poco, o casi no lee.

En el tiempo que medió entre mi lectura de Cóndores no entierran todos los días y Rosario Tijeras leí muchísimos otros libros de autores colombianos que se quedaron grabados en mi memoria hasta hoy, y citaré tan sólo unos cuantos, por ejemplo, Cien años de soledad, Noticia de un secuestro, Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, Siervo sin tierra y El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón, y La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo; eso por el lado de la ficción, porque luego también vinieron otros géneros, como la crónica y la obra que primero acude a mi memoria es No nacimos pa’ semilla de Alonso Salazar. Rosario Tijeras fue el último libro colombiano cuya temática gira en torno a la violencia que leí antes de mudarme a Chile. Ya luego llegaron otros autores, otras inquietudes, otros gustos y me perdí en ese paraíso que es la biblioteca – según decía Jorge Luis Borges, y yo estoy de acuerdo – y dejé de lado a Colombia y sus autores.

Todos esos libros que mencioné – y los lectores de este blog aportarán otros muchos títulos más, sin duda – tienen algo en común: sus líneas han sido tocadas por la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, bien sea porque describen ese triste período que enfrentó a liberales y conservadores cuando ocurrió el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, o porque dan cuenta de una o más masacres, o del fenómeno del narcotráfico y el sicariato en Medellín. Sea lo que sea, esos libros, una pequeña parte de los muchos que leí mientras viví en Colombia, me dijeron siempre que aun cuando la imaginación es la primera tinta con la que escribe el novelista, Colombia es un país violento. Y violento seguirá quién sabe por cuanto tiempo más. Y la violencia circulará en la literatura como circula en la misma sangre que todos los días corre por obra y gracia de asesinatos y masacres.

Como les contaba, después de Rosario Tijeras no había leído más novelas con temas de violencia hasta que hace casi dos años, cuando vivía en Buenos Aires, un amigo con muy buena voluntad, seguramente, pero con muy mal gusto, me regaló Sin tetas no hay paraíso de Gustavo Bolívar. Un libro que, según tengo entendido, además de haber sido muy leído, se convirtió también en una telenovela exitosa que llegó a medio mundo y que ha sido adaptada en otros países. Sé que la dieron en algún canal acá en Chile, pero no vi ni un solo capítulo porque ya había leído con espanto el libro, y lo de espanto lo digo por lo malo que es. Ese mismo amigo me fue prestando otros libros por el mismo estilo y los famosos testimonios de los ex – secuestrados que yo iba leyendo y olvidando como una experiencia fea; algunos los dejé en la página número 15.

Los colombianos con los que hablo siempre se están quejado de la violencia de la televisión, de la violencia de las películas, de la violencia de la literatura. Todos alegan, palabra más palabra menos, lo mismo: que el mundo está viendo una imagen de Colombia así, cuando en realidad nosotros somos asá. Que no es necesario exportar sólo eso, que toda la maquinaria que se está formando en torno a tópicos como el narcotráfico y la guerra es innecesaria. Yo muchas veces también lo he dicho y me he manifestado contraria, pero no a que se hable de la violencia, ni a que se hable de la guerra en Colombia, sino a que estos temas estén derivando en un tratamiento que hace rato dejó de ser artístico y estético, para ser simplemente vulgar.

El debate no debería ser si se escribe o no sobre la violencia en cualquiera de sus manifestaciones. Tampoco si se publican muchos libros que giran en torno al mismo tema, ni si estos libros se adaptan a telenovelas que, finalmente, y a pesar de todos los alegatos, son un éxito de rating. Todo escritor tiene la licencia para hablar sobre los temas que le vengan en gana, y el problema no es que su imaginación vuele hacia las comunas de Medellín y sus sicarios, ni se pasee por el mundo de las prostitutas de los mafiosos y sus ambiciones, lo importante es que si lo va a hacer, lo haga con ambiciones estéticas, con un criterio artístico, para que esa historia que cuenta se quede en la memoria del lector. Los colombianos siempre tendremos algo que contar basados en nuestra historia de violencia, anécdotas y situaciones hay por montones. Saberlas contar es el problema y no todos los autores saben resolver con éxito ese problema.

La fluidez de los diálogos, la pulcritud de la prosa, el ritmo trepidante y ese juego caprichoso del autor con el tiempo, tirándolo para atrás y para adelante, fueron algunas de las razones por las que Rosario Tijeras se quedó en mi memoria como uno de los personajes más entrañables de la literatura colombiana y resistió, diez años después, una feliz relectura.  Paradójicamente, la ausencia de diálogos, pero la impetuosidad y la franqueza de la narración en Cóndores no entierran todos los días, fueron las razones por las que no pude olvidar nunca a todos los personajes que circularon por la novela, y trece años después de haberla leído por primera vez, todavía recordaba exactamente qué pasaba y quiénes eran sus protagonistas. Lo mismo puedo decir de Fernando Vallejo con La virgen de los sicarios. El desparpajo que tiene el escritor para criticar a Colombia, la acidez e incluso la amargura con la que mira a este país, no son gratas para muchos. Pero esa irreverencia, ese desparpajo con los que siempre se ha expresado Vallejo, se nota a las claras que fueron puestos al servicio de una prosa franca que consigue que uno se indigne, se amargue y se llene de rabia y de odio a la par con el narrador, mientras recorre una Medellín que no puede negar ese triste episodio mafioso de su historia.

Esos ejemplos que cité sólo fueron eso, algunos ejemplos. Está visto que no me molesta para nada leer ese tipo de literatura que es el producto lógico de la realidad colombiana. ¿O qué esperaban? ¿Esperaban acaso, todos los que se quejan, historias acerca de ‘Bambie en la pradera’ mientras el país arde? A mí lo que me molesta realmente es la falta de calidad para tratar ese tema tan azaroso y complejo que es la violencia colombiana. El uso y abuso del lugar común, del cliché y la vulgar prosa deslucida de autores como Bolívar, el manido recurso de testimonio del ex – secuestrado, o las mil quinientas treinta dos visiones de Pablo Escobar, su vida, su historia, me habían arrancado de cuajo la fascinación que en su momento me produjeron las obras de las que hablé en el párrafo anterior.

Para sacarme de la decepción apareció Los ejércitos de Evelio Rosero Diago, una novela muy premiada, es verdad, pero premios aparte, esta es una novela sobre estos tiempos violentos que nos tocó vivir y que se lee con gusto, porque con ella constaté o más bien aclaré una idea que hasta ahora me parecía difusa, casi una simple sospecha, pero que cada vez toma más fuerza: a los colombianos nos gusta ser testigos de cómo nosotros mismos huimos de la muerte, hacia la montaña (como uno de los personajes de la novela de Rosero) o hacia la ciudad, como los muchos desplazados. Necesitamos comprobar de alguna manera que nuestras manifestaciones artísticas darán cuenta a los que vienen detrás de nosotros – hijos, nietos, sobrinos – de lo que nos tocó ver y vivir. Y en menor medida necesitamos seguir alimentando el inmortal mito del Macondo desolado al final de Cien años de soledad, que Evelio Rosero, seguramente sin proponérselo, reafirma con el pueblo de su historia, San José, también desolado, pero por otras razones menos mágico–realistas que las de la obra de Gabo.

Lo que he dicho en este artículo lo conversé hace poco, más in extenso, con un amigo colombiano que  se escandalizó de cada una de mis apreciaciones y me dio a conocer, como todos, y por enésima vez, el duro momento televisivo que afronta Colombia. Confieso que, aunque han llegado a Chile todas esas novelas de narcos y sicarios de las que todos hablan tan mal, pero nadie se pierde, no es la televisión mi predilecta y no me interesa discutir asuntos que luego el rating desvirtúa. La que sí es mi predilecta es la literatura y creo que lo más importante es entender que hace muchísimos años, tantos como tiene nuestra historia violenta, se nos salió de las manos el cauce de los ríos de sangre, pero todavía no se nos ha salido de las manos el de los ríos de tinta. Todavía podemos maravillar a un niño de once años dándole a leer una novela sobre la violencia y enseñarle, como aprendí yo, que si un día nos llegamos a interesar en serio por ese lugar común que es la imagen de Colombia afuera, debemos comenzar por mirar adentro y para llevar a cabo ese ejercicio, en el caso de Colombia, la letra con sangre no sólo entra, sino que se queda. Del mismo modo que sólo se queda la sangre que entra con la letra.

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