El último pasillo

Publicado el laurgar

Crónicas rodantes: tragedia amorosa

On_The_Bus_by_nonentity_sam

Cuando uno toma determinado recorrido de micro, a la misma hora siempre y todos los días sin falta de lunes a sábado, es inevitable tropezarse con ciertas personas que por una u otra razón coinciden en horarios con uno. La costumbre instaura tácitamente una familiaridad entre el que sube y el que ya está arriba: una mirada de saludo, un “hola” tímido, o simplemente una sonrisa. A fuerza de tomar todos los días, y no solamente para ir a mi casa, el recorrido 104, terminé haciéndome “amiga” de una chica que se sube en la parada de la Universidad de Chile, a dos cuadras de donde yo me subo.

En principio solamente intercambiábamos miradas, pero después de unas semanas nos sentábamos juntas y charlábamos de tonteras hasta que yo me bajaba, mucho antes que ella. Era una chica habladora y alegre: me contó que estudiaba, que tenía un novio a quien quería mucho, que era feliz porque podía estudiar lo que deseaba; y no paraba de hablarme de “su flaco”, es decir, su novio, una y otra y otra vez. Era una muchacha común y corriente, feliz y dicharachera.

Un día no se subió sola: la acompañaba un tipo alto y flaquísimo con pinta roquera: pantalones de jean desgastados, polera de Metallica y pelo largo. Ella me lo presentó entusiasmada, me dijo que ese era su novio de quien tanto me había hablado y nos fuimos conversando hasta mi parada, como siempre. Durante algunas semanas subió con él. A veces él llevaba su guitarra al hombro y si la micro estaba despejada (generalmente lo está esa hora) comenzaba a cantarle a ella.

Parecían felices, hasta que un día se subieron enojados. Ella, como de costumbre, me buscó con la mirada primero, me localizó en el mismo lugar de siempre, se sentó bruscamente a mi lado y no lo determinó a él. Se veía furiosa. Me saludó y comenzó a charlar conmigo y lo ignoraba por completo a él. El flaco le suplicaba que “no lo hiciera”, pero ella continuaba ignorándolo. Él se cansó de rogar, o al menos eso me pareció a mí, porque se bajó muy luego, a tan sólo dos paradas de donde se habían subido.

Por un rato estuvimos en silencio; un silencio incómodo, por cierto, hasta que mi amiga de recorrido me preguntó, a quemarropa, qué pensaba yo del aborto. Intenté responderle algo, pero ella estaba ya sumida en sus argumentos y probablemente la pregunta, más que a mí, iba dirigida a ella misma. Con rabia, me enumeró una a una las razones por las que ella tenía derecho a practicarse un aborto. Me repitió cada vez que pudo que la mujer es la única dueña de su cuerpo. Recordó con odio a la mamá de todos y cada uno de los “señores de leyes” (así los llamó), ministros y cuanto hombre de poder se le vino a la cabeza, que entorpecían el camino de la legalización del aborto y obligaban a las chicas a buscar lugares poco confiables y clandestinos. Y después lloró, pero me aclaró entre cada sollozo que su llanto era de impotencia. Antes de bajarme, le di un abrazo y le deseé suerte.

Después de lo sucedido pasaron muchos meses sin verla. Yo la echaba de menos y sentía pena al pensar en todas las cosas malas que le habían podido suceder. También me sentí negligente: habíamos reducido nuestra amistad al mero trayecto, a unas cuantas paradas y por lo tanto no intercambiamos nunca teléfonos ni correos electrónicos, pero tarde me di cuenta de eso. Muchas veces estuve atenta por si aparecía su novio, pero tampoco. De él ni rastro.

Hace un par de meses se aprobó en Chile el proyecto de ley que permite la distribución de la famosa – y polémica – “píldora del día después” que tiene de cabeza a los sectores más conservadores de la sociedad – no sólo la chilena –. Y por esas mismas semanas de la polémica apareció de nuevo mi amiga en la micro. Nos dimos un abrazo. La atiborré con preguntas que ella respondió pacientemente. “Esto fue sólo una tragedia amorosa”, me dijo, “porque ¿al final todos tenemos que vivir siempre una tragedia amorosa, no?”, y puso énfasis en ese “tenemos”. Hice amague de contestarle pero ella me señaló con aspavientos uno de los titulares del diario que iba leyendo un señor. “Mira: aprobaron por fin la píldora de emergencia… Algo es algo”.

Nos despedimos felices de habernos reencontrado. Y mientras el bus se alejaba y yo caminaba hacia mi casa, pensaba que mi amiga de trayecto tenía mucha razón: algo es algo.


Serie «Crónicas rodantes»

(1) Crónicas Rodantes: El hijo bastardo del Transmilenio

Comentarios