2023: ENTRE PACES, TRANSICIONES Y TRANSACCIONES POLÍTICAS

Hernando Llano Ángel.

2023 será un año política, social y económicamente crucial. El año de las paces, las transiciones y las transacciones políticas. Todas ellas, como una trinidad pagana, son distintas, pero configuran una sola realidad compleja, que determinará el futuro de varias generaciones. El gobierno nacional ha llamado “Paz Total” a ese proyecto histórico. Una denominación tan ambiciosa, como ambigua y desafortunada, pues si algo es consustancial a la vida política y social es que siempre discurre a través de paces parciales y transitorias, que nunca son totales y mucho menos definitivas. No es realista apelar a una “Paz Total,  ella evoca en la mayoría de personas una sociedad casi armoniosa y bucólica, donde se convive feliz y fraternalmente. Pero esa búsqueda utópica puede desembocar en una distopía total: una sociedad sin conflictos, contradicciones y tensiones. Es decir, sin vida, casi totalmente celestial. Algo no solo indeseable sino, afortunadamente, también inalcanzable. Si las cosas transcurrieran así, la “Paz total” no pertenecería al mundo político sino al de los delirios utópicos, que suelen terminar en catástrofes históricas. Ya lo advertía sabiamente el maestro Norberto Bobbio: “La vida política se desarrolla a través de conflictos jamás definitivamente resueltos, cuya resolución se consigue mediante acuerdos momentáneos, treguas y esos tratados de paz más duraderos que son las Constituciones. Consciente de ello, el presidente Petro ha ido precisando el alcance de la paz total, desagregándola en tres paces. La paz política, la paz social y la paz ambiental. Para avanzar en la ruta de la paz política, ya cuenta con las competencias que le otorga la ley 2272 de 2022, que lo habilita para alcanzar acuerdos con organizaciones guerrilleras como el ELN, la llamada “Nueva Marquetalia” y las disidencias de las Farc, pero también con “grupos armados organizados o estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto, con el fin de lograr su sometimiento a la justicia y desmantelamiento”. Para la paz social, también cuenta con la reforma tributaria, cuya ejecución debe centrarse en la justicia social y la redistribución de la riqueza, dada que su creación es siempre de carácter colectivo y nacional, no solo privado y empresarial, por eso precisa la regulación legal y eficaz del Estado, sin sombra de corrupción o sospecha de dilapidación.

Una criminalidad ubicua

Entre las organizaciones criminales de alto impacto, quizá la más conocida es la AGC, “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, pero según “el Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), “en Colombia actualmente delinquen 93 grupos armados ilegales entre los que se encuentran narcoparamilitares, disidencias de las Farc, ELN y bandas criminales. Según se conoció, 10.210 personas hacen parte de las estructuras armadas en departamentos como Norte de Santander, Arauca, Antioquia, Nariño, Cauca, Meta, Córdoba, Bolívar y Chocó”. Pero la criminalidad social difusa, generadora de cientos de miles de robos,  asesinatos, asaltos, extorsiones, violencia sexual, sumada a las riñas letales entre particulares en ámbitos laborales y familiares para enfrentar o “resolver” conflictos menores y diferencias anodinas, proyecta en nuestra mente una violencia criminal que nos parece ubicua. Que está al mismo tiempo en todas partes. Basta ver cualquier noticiero o sintonizar una emisora, para quedar con la sensación de no estar seguros en ninguna parte. Es más, la mayoría de investigaciones y estadísticas sobre la violencia contra las mujeres, niños y ancianos nos demuestran que ellas y ellos son víctimas en sus hogares, más que en las calles y el espacio público. De allí, que haya que poner en duda aquella expresión maniquea, tan frecuente en los llamados “ciudadanos de bien”, según la cual “los buenos somos más” y por tanto debemos defender como sea nuestros bienes, vida y dignidad, apelando a nuestra autodefensa, comprando más armas y enfrentando sin miedo a los malos y despiadados criminales. Ya sabemos cómo y en dónde termina esta fórmula de los supuestos “buenos” contra los irredimibles “malos”. Empezó con el MAS contra el secuestro, siguió con los PEPES contra Pablo Escobar, se institucionalizó con las Convivir contra la inseguridad, se metamorfoseo en las AUC, y hasta se legalizó con la directiva 029 de 2005 –bajo la “seguridad democrática”—que auspició y fomentó en miembros de la Fuerza Pública los mal llamados “Falsos Positivos”. De esta forma se ha venido consolidando nacionalmente la certeza, entre importantes sectores políticos y sociales, que con orgullo se proclaman de centro y democráticos, la idea de que hay una violencia buena, legítima, justa y necesaria contra otra violencia mala, ilegítima e injusta que debe ser combatida sin cuartel y aniquilada. Este simplismo político, profundamente maniqueo, es incapaz de reconocer que todo intento por legitimar la violencia arrasa de tajo la convivencia política y social, mina la respetabilidad y la legitimidad del Estado y tiende a convertir a muchos miembros de la Fuerza Pública en potenciales delincuentes, amparados en sus uniformes. Esa violencia “buena y legítima” produce, en otros sectores, como un reflejo, la certeza de que es legítimo y justo responder a esa violencia institucional y legal con mayor violencia en defensa de sus vidas y en la lucha por sus reivindicaciones sociales. Ese choque de violencias que se disputan la legitimidad social nos dejó en el paro nacional del 2021 un saldo todavía incierto de víctimas mortales y una catástrofe económica que sumió en escombros miles de empresas y sectores vitales de muchas ciudades. De allí que la Paz Total enfrente un desafío enorme para generar paz social, pues mientras prevalezca en mentalidades de derecha e izquierda la legitimidad de sus respectivas violencias, será muy difícil avanzar por la senda de la convivencia social. Para ello, este gobierno apela a la figura de los “gestores de paz” o “voceros de paz” que, desde el maniqueísmo propio de los buenos, es visto como un premio a la criminalidad y consagra el reino de la impunidad. En su empeño por desvirtuar este intento gubernamental de conversión en voceros de paz de algunos jóvenes radicales detenidos durante las protestas, muchos con endebles pruebas, la oposición miente y tergiversa, pues en ningún caso dicha iniciativa cobija e incluye a quienes cometieron graves delitos, están siendo procesados y se encuentran encarcelados. Si lo anterior sucede en el ámbito de la violencia social, mucho más complejo y difícil será la superación de las objeciones, descalificaciones y críticas de quienes se oponen a la paz política con organizaciones como el ELN, las disidencias de las Farc y la “Nueva Marquetalia”, para no hablar de las “estructuras criminales de alto impacto”, con su sometimiento a la justicia y desmantelamiento. Será un difícil proceso lleno de transacciones en donde lo que está en juego es la transición de la violencia política insurgente a la competencia política legal –en el caso del ELN, las disidencias de las FARC y la Nueva Marquetalia– pero también de la economía ilegal y criminal de la coca y la depredación minera a su regulación y control estatal. En últimas, se trata de desmontar un régimen político cuyas entrañas están carcomidas por la ilegalidad de múltiples formas de corrupción pública-privada –la más reciente y escandalosa Odebrecht, pero también Reficar– junto a la criminalidad política con sus inimaginables formas de mutación, que van desde la narcopolítica del proceso 8.000 y el “Plan Colombia”; el narcoparamilitarismo  de los Pepes;  la parapolítica “De la curul a la cárcel”; el terrorismo estatal de los “Falsos Positivos”, hasta el inconcluso y fallido “Acuerdo de Paz” con las FARC-EP. Para conocer y comprender la complejidad de semejante transición de poderes electofácticos y de ese Estado cacocráticohacia un régimen democrático y un verdadero Estado social de derecho, es preciso consultar y leer el reciente libro del senador Ariel Ávila: “El mapa criminal en Colombia. La nueva ola de violencia y la paz total”. Esta compleja transición demandará del presidente Petro una enorme capacidad para transar, sin transigir en principios vitales, pues de alguna forma la política es el arte de las transacciones sin claudicar en aquellos valores e intereses que una sociedad requiere para su convivencia transformadora y creadora: la vida, libertad y dignidad, sin exclusión de sector social o político alguno, lo cual exige el diseño y ejecución de políticas públicas generadoras de inclusión, justicia y equidad social. Por eso la paz total tiene que empezar por la paz política, avanzar con la paz social y asegurar la paz ambiental, una trilogía que exige sincronización y sobre todo ejecuciones con realizaciones prontas y verificables, para comenzar así una transición política irreversible hacia la democracia y la convivencia social. Transición que demandará el esfuerzo de varias generaciones, pues no es un asunto de un gobierno, sea de izquierda o derecha, sino una responsabilidad estatal y un compromiso social e histórico de toda una Nación. Todo un proceso civilizatorio de formación ciudadana para la instauración cotidiana de la convivencia y forjar así una comunidad política democrática, desde lo veredal y barrial hasta lo nacional, sin caudillismos mesiánicos, asistencialismo estatal clientelar o liderazgos partidistas hegemónicos y  autoritarios.

 

 

 

 

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