Por: @karlalarcn
Perpiñán tenía un problema y era cuando en otoño los árboles se llenaban de pájaros volando hacia el sur, la administración municipal usaba pólvora para sacarlos de los árboles de la ciudad. El problema era mayúsculo, la mierda de perro se refundía con la de pájaro en los andenes.
Estaba sentando en el andén desesperado sin saber qué hacer, en ese instante, una mierda de pájaro me cae directamente en el hombro. Recibía del cielo excremento para dejar de lamentarme y rápidamente buscarle solución a mi problema. Debo buscar una estación de policía.
-Buenas tardes, vengo a denunciar un robo. -Dije yo mientras el policía fijaba su mirada en una mancha verde-blancuzca en mi camisa.
-Señor, tiene mierda en la cabeza y en la camisa, cuénteme lo del robo. -Dijo el policía.
Conté todo lo sucedido. Estaba tomándome una gaseosa en un bar cercano después de enviar dinero a mi país; al lugar entraron dos hombres de aspecto gitano, uno de ellos me pregunto si el esfero caído debajo de la mesa era mío, me agache a recogerlo y les respondí negativamente. Después salieron del lugar. Cuando fui a tomar mi mochila para pagar, no la encontré y supuse que habían sido ellos los que la tomaron. Me robaron el pasaporte, la billetera, el permiso de residencia francés, mis documentos colombianos y 500 euros para mis gastos del mes.
El policía acucioso, toma nota en un computador de lo ocurrido. Una impresora de matriz de punto escupe un papel amarillo con mi declaración. Eso era todo lo que la ley podía hacer por mí.
-Diríjase al consulado de su país para tener el pasaporte y con el obtener de nuevo el permiso de residencia. -Aseguro el policía después de entregarme la declaración. Al momento, exclamo:
-Déjenos un número de contacto por si aparecen sus papeles. -Buen día.
En total las pérdidas con los costos de sacar los nuevos papeles rondaban los 800 euros en total. Sin papeles ni tarjetas bancarias no podría tampoco tocar el dinero que tenía en el banco; no iba a poder trabajar en el café mientras hacia las vueltas, entonces no habría entrada de dinero y eso hacía más duro mi panorama.
Para las vueltas de los papeles tenía dos opciones, ir a Barcelona lo cual me costaría el tiquete en tren 40 euros ida y vuelta arriesgándome a pasar la frontera sin papeles o ir a París pagando 200 euros por los dos trayectos. Era obvio la opción que tomaría: Barcelona.
Sabía lo que podría pasar si me cogían en la frontera, pero la desesperación infunde valor hasta el más cobarde. Había escuchado de la violencia utilizada por la policía española con aquel que se atreviera a entrar a su territorio de manera ilegal. Llevaría todos mis papeles: el denuncio, las fotocopias de mi pasaporte perdido, las visas y el permiso de residencia. Estaba seguro, o eso pensaba, no tendría ningún problema. Debería arriesgarme.
Todo estaba listo. Recibo prestados 100 euros de mi jefe. Me ofrece más, de tonto me niego. Saldría a las 5am, tomaría un tren hacia Barcelona. A las 9am estaría en la puerta del consulado. Sacaría mis papeles y en la tarde estaría de vuelta con todo en regla.
Cinco de la mañana. Una puerta del tren pasa exactamente a la hora prevista. Veo el tren desocupado y me subo en el vagón que tengo enfrente. Ya dentro, veo a unos cuantos inmigrantes, varios de ellos negros. Me siento en el primer asiento desocupado. El hecho de viajar sin papeles me hace sentir vulnerable, inseguro.
La ruta para llegar en tren a Barcelona es de 192 kilómetros bordeando la costa del mediterráneo, la última parada del lado francés es un pueblito llamado Cerbère. 5 minutos después el tren debe hacer una parada técnica para adecuar los rieles a la medida estándar española y ahí se pasa la frontera para llegar a Portbou, la primera población española donde el tren se detiene frecuentemente en búsqueda de ilegales.
Debo decirlo, después de 30 minutos de haberme montado en el tren, el miedo hizo que pensara bajarme pero no había elección, necesitaba mis papeles en orden para poder sobrevivir.
Pasó Cerbère y el corazón me empieza a palpitar con fuerza al llegar a una pequeña estación donde se detiene el tren para cambiar la medida a los rieles españoles. Entrando a la estación de Portbou, inesperadamente unos hombres con brazaletes distintivos de la policía española se suben al tren pidiendo el boleto de viaje así como el pasaporte. Un policía de unos 1,90 metros y 120 kilos de peso me mira en el pasillo y se viene directamente hacia mí.
-¿Speak Spanish? –dijo él.
-si –le respondo dubitativo mientras con las manos sudorosas le dejo ver mi tiquete que marcaba Barcelona como destino.
-déjame ver tu pasaporte –exclamo el policía frunciendo el ceño.
-mire, no tengo pasaporte porque me lo robaron en Perpiñán donde vivo y voy a sacarlo al consulado de mi país en Barcelona.
-¿cómo que no tienes pasaporte gilipollas? – ¡arriba, toma tus cosas y bájate del tren, obedece! Exclamó él mientras con sus 120 kilos de masa me empujaba sin clemencia por el pasillo.
Me bajan del tren mientras de otro vagón bajan a una mujer de color con sus dos hijos los cuales no dejaban de llorar. Al fondo hay una habitación donde escucho a un hombre llorar y es allí donde nos dirigen a la mujer, los niños y a mí.
Era una habitación de unos 70 metros de superficie, paredes de ladrillo expuesto con una mesa en el centro. Había un olor a desinfectante impregnando el ambiente. Éramos alrededor de unas 80 personas, la mayoría sentados en el piso. El hombre que escuche llorar estaba sentado en el piso con un golpe en la nariz; la sangre se confundía con sus lágrimas. Todos estábamos en ese lugar detenidos por no tener documentos para poder entrar a España. Árabes, gente de color, latinos y gitanos hacíamos parte de ese contingente de parias con los que España no quería contar.
El mismo policía entra en la habitación, me acerco desesperado mostrándole mis papeles compilados en una carpeta azul. El hombre ve con malos ojos mi atrevimiento y en el acto, bota mis papeles por el aire y me da un puño en la boca mandándome directo al piso. Siento sabor a sangre en la boca.
-Me importa un coño tus papeles, queremos que todos saquéis vuestro culo de España. A la policía francesa le pueden explicar todo. –Después de decir esto, el policía se va, cerrando la puerta con seguro y dejando la habitación en completo silencio.
Dos horas después, con la boca inflamada y sentado en el piso veo como de lejos uno de los niños que bajaron del tren con su mama y su hermanito, me sonríe; tiene un carrito de juguete en la mano el cual me lanza por el piso. Me acerco para entregárselo y veo como la mama le ofrece unas migas de galleta al más grandecito como alimento. Saco de la maleta mi comida preparada para el viaje y se las regalo. Jamás olvidaré la tímida sonrisa de la madre al recibir la bolsa.
Tiempo después, una asistente policial francesa entró al cuarto para escuchar el caso de cada uno. Por lo menos algo de humanidad se veía en la cara de esta persona preocupada por nuestras condiciones y el trato recibido.
-Voy a evaluar rápidamente cada caso, voy a empezar por la mujer con los niños, después los portadores de alguna prueba de residencia en Francia. Los demás lo siento mucho, serán registrados como indocumentados y deportados a su país de origen.
La funcionaria salió un momento de la sala, dejando alguno que otro lamento alrededor de la sala.
Uno por uno iba entrando a una oficina pequeña y no se volvía a saber nada más; después de saber la decisión de la funcionaria, salían por una puerta trasera.
Era mi turno. Entro a la oficina y le cuento a la funcionaria mi caso mostrándole cada uno de mis papeles.
-Se puede ver que sus papeles son legales y están en regla pero, lo siento mucho, son solo fotocopias. Debe volver a Perpiñán y resolver su situación en suelo francés, no español. Salga por la puerta trasera y espere el tren próximo con destino a Perpiñán.
En la estación llegan al mismo tiempo un tren con destino Perpiñán y otro con destino a Barcelona. Todos los policías, españoles y franceses se lanzan cual perros de presa al ver a dos hombres de color negarse a abandonar el tren que yo debería abordar; al parecer no contaban con documentos para entrar a Francia. Era 2004 y debido a los atentados ocurridos en Madrid unos meses atrás, el cerco policial en las fronteras era más fuerte con aquellos sospechosos sin papeles vinieran de donde vinieran.
Todos los policías se dirigen a ese vagón y olvidan el otro tren con destino a Barcelona. Sería la oportunidad perfecta para ir a la ciudad. Tendría que saltar la vía y subirme a cualquier vagón con la puerta abierta.
La adrenalina así como el susto se mezclaron en mi cabeza y en un acto de reflejo, que en ese momento no medí, tome mi mochila, salte hacia los rieles, pase entre las vías y subí al tren.
Me senté en una silla y paso un minuto que para mí fue una eternidad, sentía pánico, más estaba confiado de poderlo lograr. Al otro lado los dos hombres eran bajados a golpes. Mi tren rumbo a Barcelona empieza a moverse, agacho la cabeza y cierro los ojos asustado.
Llevaba 10 minutos sin moverme, como quien espera un golpe; una risa de un niño me hace abrir un poco los ojos, con el rabo del ojo veo unas sillas atrás a la mujer con los dos niños a los que les regale mi comida. Ella tenía la mirada perdida en la ventana del tren.
Eran las 2 de la tarde cuando llegue a Barcelona y tomo rápidamente el metro hacia la estación donde quedaba el consulado. Allí me comunican que debo volver al siguiente día, el servicio al usuario ya estaba cerrado.
Barcelona es la ciudad perfecta si usted va de vacaciones, juerga o de negocios pero no para un inmigrante indocumentado. Debería buscar algo barato donde poder pasar la noche, no era seguro pasarla en la calle.
Me dirijo hacia las Ramblas, la famosa calle peatonal de la ciudad, allí me siento en una banca a ver pasar la gente. Estaba en Barcelona solo, sin conocer a nadie, con el dinero justo para pagarme un hostal de no más 20 euros, el trámite del pasaporte y el pasaje de vuelta. El hambre, esa necesidad física impostergable no entiende de esas pendejadas.
Estaba en una banca retorciéndome del hambre mientras alcanzaba a ver como los meseros llenaban de comida las mesas de los restaurantes; yo solo añoraba y me hacia la imagen mental de las tajaditas de plátano con arroz de mi mamá. Un instante después alguien interrumpe mi recuerdo.
-Hey, comételo, lo necesitas más que nosotros. –Alzo la cara y veo a una pareja, la mujer tiene en una mano un sánduche mordido hasta la mitad, lo deja en mis piernas y se van.
No sé si alguna persona que me lee sabe cuál es la sensación de pasar un día sin comer por necesidad y alguien le regala comida. Máxime, cuando hace un tiempo se tuvo todo en la vida. Lo primero que se me paso por la cabeza fue recordar toda la comida que algún día deseche, cuantas veces bote comida a la basura y sobre todo, cuanta gente pude ver en Colombia pidiendo en las calles un pedazo de pan, en ese momento era yo en esa misma situación. Llenándome de valor y olvidando el estúpido orgullo le di una primera mordida al sánduche no sin jurarme nunca volver a desperdiciar comida y siempre ofrecerle un bocado de comida al que lo necesitara. Lo he cumplido hasta el día de hoy.
Encuentro un hostal cerca para pasar la noche, la recepción era sucia y con olor a rancio. Pague 20 euros por un cuartucho. Al entrar me di cuenta como el hostal era el sitio para finalizar las transacciones entre prostitutas y clientes. A las 10 de la noche el sitio se llenó de gemidos mientras decido dormir en una silla después de ver como 3 cucarachas desfilaban por uno de los tantos orificios del colchón. Los momentos de necesidad y hambre jamás… jamás se olvidan.
Eran las 8 de la mañana del día siguiente y el consulado abre sus puertas. Llene un formulario para la diligencia del pasaporte. Allí puse como dirección de vivienda la misma dirección del hostal donde pase la noche. Entregue las fotos y una hora después recibí en mi mano el pasaporte, un pedazo de papel que me hacía ser parte de algo, de una patria lejana de la que salí buscando una oportunidad de algo que en la vida cotidiana se olvida, se pierde y en algunos momentos se nos impide: ¡vivir!
Ya en la estación de donde saldría mi tren después de comprar los tiquetes, me sobraron 6 euros para comprar una tajada de tortilla de papas en un local donde su propietario, un español panzón se espantaba el sueño que lo invadía por falta de clientes. Me comí hasta las migajas.
El tren abandona España por el mismo pueblito donde me detuvieron; no hay policía. En Cerbère, se detiene el tren. Los policías franceses se suben al tren y los miro directamente a la cara sin esquivar sus miradas. Esta vez, no soy de los elegidos para mostrar los papeles; después de lo vivido ya ni eso me importaba.
Dos horas después, estaba sentado en una de las sillas el café donde trabajaba, mi jefe se sorprende al contarle mi historia. Me regala un chocolate caliente con un pan y sale a la calle a barrer los excrementos de los pájaros, un bollo de pájaro le cae directo a la cabeza; se escucha la palabra putain salir de su boca. Eso me hace recordar, que a todos, en algún momento nos ha caído mierda del cielo, pero lo importante no es lamentarse, lo vital es saber que la vida es para levantarse, sacudirse de lo malo, mirar al frente y seguir el camino.
Twitter: @karlalarcn
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Foto pasaporte tomada de: http://goo.gl/MxAY3f Foto estación Perpiñán tomada de: http://goo.gl/4RXxdT Foto Mapa tren tomada de: http://goo.gl/XIhNUg Foto Ramblas tomada de: http://goo.gl/y4jsHQ