Impresionante la reacción mundial con la muerte del Papa Francisco: masiva y espontánea, sin distingos ni fronteras territoriales o culturales; agradecida con él. Su humanidad, su bondad franca y sin zalamerías, fue una brisa fresca y de vida, en momentos en que la humanidad vive horas de incertidumbre y de inhumanidad, con rasgos hasta hace poco inconcebibles; hoy ocupan el escenario, las guerras y la codicia, con sus voces atronadoras y desafiantes, que nos asedian y amenazan, tanto en Colombia, como en el mundo, de Ucrania a Gaza. Son las voces de la muerte, de la destrucción, de la inhumanidad, de la codicia desenfrenada. Es el reino del dios dinero, rindiéndole culto al becerro de oro bíblico, y a la búsqueda incontenible del poder, con el único propósito de dominar. Escenario de inhumanidad, presidido por “el trío del mal” encabezado por Trump, con Putin y Netanyau a sus costados, convertidos en sepultureros de la democracia y las libertades; de la dignidad humana.
En medio de esta oscuridad, el Papa Francisco trajo una luz de esperanza, alimentada y alimentadora de humanidad y de buena voluntad. Ese fue el mensaje del Papa fallecido, expresado en lo que nos dijo, en lo que “nos predicó” y en sus acciones. Un mensaje claro, sabio y sencillo; mensaje rebosante de un profundo humanismo y dirigido a todos, sin excepción alguna, al ciudadano de a pie y al más encumbrado. Eran mensajes humanos, plenos de valores humanos.
Por eso, su iglesia es una Iglesia de la gente y para la gente; no de los poderosos.
Tuvo en cuenta particularmente a los jóvenes reconociéndoles, en su vitalidad y libertad, la fuerza para renovar, para remozar las respuestas a viejas necesidades; jóvenes con la capacidad y la necesidad de comprometerse en la construcción de un mundo distinto, sin dobleces o hipocresía; que les permita realizarse como personas; ser ellos, libres y dignos. La fuerza de Francisco, que le permitió sintonizarse con los jóvenes, radicaba en la sencillez y la verdad de su mensaje,
profundamente humano, cargado de valores, que rompe esquemas y formalismos. No eran ideas desnudas, frías, puramente racionales, sino recubiertas, potenciadas por su persona, por sus acciones y posturas.
Un momento estelar de comunicación de su mensaje y compromiso, fue en medio de la epidemia del Covid, con su figura solitaria erguida en la Plaza de San Pedro; imagen poderosísima que transmitió con fuerza el mensaje del Papa, de su compromiso con la frágil y atemorizada humanidad. Es claro que, su verdadera fortaleza, su capacidad de conectarse y de comunicarse con la gente, y de hacerlo con sencillez y claridad, está más relacionada con su personalidad que con sus planteamientos. Sus mensajes eran humanos, expresados en un lenguaje verbal y
simbólico, directo y simple, cargado de sentido. Tenía la sencillez y la eficacia del sembrador, que va esparciendo su semilla buena, con la esperanza de que caiga en tierra fértil. Fue un maestro en toda la extensión de la palabra.