Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

Trabajo sí hay: oda a un desempleado

La partida del profesor Noreña fue inútil, no hubo horizontes por colonizar, el llamado fue un canto de sirena, la mentira y la farsa doblegaron el espíritu aventurero…entonces, en calidad de desempleado, su conciencia tuvo que someterse al avatar de las entrevistas de selección.

Con toda humildad y resaltando los valores de la nobleza, el buen tipo, la elegancia y el refinamiento en el lenguaje, el profesor Noreña, antes de cada llamado a entrevista, se dedicaba a acicalar, pacientemente, su cabello; ponerse la mejor corbata; utilizar un perfume barato; y mantener una sonrisa abierta para generar confianza. Recordaba las palabras de su prima, o las de su abuela, o las de la tía que no veía nunca, decir en su mente «sé amable, haz contacto visual, no te extiendas en tus respuestas, no dibujes cosas puntiagudas, es mejor obedecer que refutar, muestra que puedes ser un buen sometido, no olvides frotar tu barriga de asalariado«, y todas aquellas fórmulas que lo obligaban a dejar de parecerse a sí mismo.

Aunque su propósito era honesto, a cambio de plantarse `mitad código social mitad sí mismo´, el profesor Noreña recibía sólo desplantes.

Instituciones que lo citaban a una hora y lo hacían esperar tres más; magnas compañías que no sabían qué hacer con él después de que lo sometían a interrogatorios desobligantes, que no pertenecían a su área; ilustrísimas empresas quienes desarrollaban todo el proceso, cual gerente de multinacional, pero que en el último paso, cuando se creía ya tener la pluma lista para fijar en el papel, salían con una mentira para ocultar al favorecido, a quien todo el mundo conocía antes de iniciar el proceso.

Lesionado, entonces, en su sensibilidad; cansado de llenar formatos psicológicos en fotocopias ilegibles; agotado por resolver pruebas de inteligencia con perspectivas de torsión muscular; desmotivado por llenar cuadritos con dibujos abstractos que rememoraban la imagen de un artista fracasado (cansancios, agotamientos y desmotivaciones que le recordaban su inutilidad); el profesor Noreña quiso consolar sus sucesivas derrotas elaborando algunas pregunta inteligentes:

¿Deberían las empresas pagarle a sus entrevistados?
¿Habría la forma de clasificar los finalistas y darles algún tipo de premio o de reconocimiento; un diploma, si quiera?
Cuando el entrevistador sabe menos que el entrevistado, ¿la empresa podría pagar algún tipo de penalidad?
¿Podría realizarse una investigación por doctos eruditos para quitarle el tono ofensivo a la oración «nosotros lo llamamos»?
¿No podría considerarse delito el jugar con la esperanza de las personas?
¿Porqué no creamos una auditoría de los procesos de selección, algo así como la Superintendencia del Respeto al Desempleado?

Pero tales preguntas no lo consolaron tanto como sus conclusiones:

El desconocimiento del entrevistado sobre las hilos invisibles que mueven las motivaciones de las empresas, es la asepsia que les permite no untarse con la chusma que llega.
En algunos entrevistadores existe la naturaleza del inquisidor, quien, con placer y cebo existencial, se solaza de felicidad, resaltando los errores del desprotegido, haciendo que caiga en la trampa de confesar delitos inexistentes, blindando con la fachada del «perfil buscado» la incapacidad que se tiene para reconocer la humanidad del entrevistado.
El silencio del entrevistador demuestra siempre su intención ideológica, es una balanza que se inclina hacia el clasismo (los pobres para los pobres y los ricos para los ricos), la ignorancia (ocupo un cargo directivo pero no he estudiado para ello), la confabulación (si conoces a tal que es conocido de tal entonces eres un tal por cual) y la superficialidad (rectores dedicados a la filosofía del trapero, la mata, el tapete y el vidrio limpio).

Y así caminaba el profesor Noreña por el jardín botánico de su ciudad, tratando de encontrar respuestas para su angustiado bolsillo vacío.

Entretanto, un balón de fútbol llegó a sus pies, seguido de una algarabía inapelable. Un jugador tendido en el piso, manchaba con su sangre el verde pasto mañanero, y otro, del mismo equipo del herido, le quitaba la tarjeta roja al juez y se la mostraba.

El profesor Noreña entendió el mensaje enviado por la providencia y pensó en voz alta: “eso es lo que debo hacer con los que no me contratan”.

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