Además de las elucubraciones especulativas de sus clases, los acompañamientos en los descansos, las planeaciones eternas condicionadas a formatos híper complejos y las inagotables sesiones de calificación, el profesor Noreña también tiene que lidiar con la naturaleza del espíritu cotidiano y, a falta de una economía robusta, él mismo debe hacer los oficios de costumbre, todo para que “no se caiga la casa de su propio mugre”.
Es así como, cada domingo, como si fuera un oficio religioso, el profesor Noreña se levanta de su cama y procede a las labores de limpieza, las cuales, con una música adecuada, pueden resultar placenteras, edificantes y transformadoras. “Qué bien se siente uno cuando se puede contrarrestar, con orden y dedicación, la naturaleza corruptible de las cosas”, pensaba feliz nuestro docente, al poder llevar a cada rincón de su existencia un espacio formativo.
Pero tal como un castillo de naipes, esa robusta confianza se fue minando después de 20 minutos de trabajo, dado que el arrume de platos se desplomó al querer sacar una cucharita del fondo; más aún, la carne del almuerzo quedó con gotas de jabón detergente, justo en el momento en que se empezaba al lavar la nevera; y, por último, la ropa limpia cayó en en el balde de los trapos sucios con decolorante, todo por querer saber si ya estaba seca; en otras palabras, el profesor Noreña fue víctima de la fenomenología de lo imposible.
Por lo tanto, aquella satisfacción arrogante del principio pasó a ser furia tripartita: “¿pero qué tamaño tiene mi torpeza?”, “¿será que las cosas existen por su propia voluntad?”, “¿se confabula el mundo para evitar mi perfección pedagógica, mi vocación de formación permanente o, simplemente, existe en la realidad una implícita vocación al desastre?”. Necesitó una pausa larga y profunda, casi en remembranza de sus clases de yoga, para poder calmar su profundo desasosiego.
“Esta ridícula farsa de mí mismo se parece mucho al mundo que me rodea”, pensó nuestro personaje, consolándose un poco. “A título personal, los directores de las instituciones educativas se llevan el crédito de los otros profesores que trabajan el triple que ellos”, “a título colectivo, la ley que rodea las ideas que se desean transformar, favorece el anquilosamiento de lo establecido, aniquilando la creatividad”, “a título de valores, las voces del cambio se parecen a una coartada que juega en contra de las personas que creyeron en ellas”, “y a título sin epígrafe, todo parece desplomarse después de haberse constituido con la mejor de las esperanzas”; en ese momento, el último reducto de platos que quedaba por caerse depositó su peso sobre el piso, causando un estallido de inconformidad inenarrable.
Fue entonces cuando nuestro docente filósofo insatisfecho, nuestro poeta fallido y desconsolado, nuestro campeón del desastre y la parafernalia, tomó una de las mejores decisiones de su vida:
“Que se caiga la casa del mugre”
Y decidió regresar a la cama.
Andrey Porras Montejo
Veintiundedos es la metáfora de la extrañeza, encontrada en la novela “La multitud errante”, de Laura Restrepo. En este blog, ese nombre se convierte en un espacio para el reflejo de la cultura, a partir de la conjugación de varios sucesos actuales. Escritor bogotano, 40 años de edad, profesor de literatura, investigación y creatividad. Andrey Porras Montejo, en Twitter: @exaudiocerros, y correo:
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