Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

Letanía e imposibles históricos

El Profesor Noreña se mira de día en el espejo y revitaliza su rostro con un chorro de agua fría. Desea despertarse, aplicarles a los nervios una inyección de movimiento para romper el estatismo de los muros. De tanto pensar sobre las paredes se le ha caído el ímpetu, se le ha roto el cartílago y su cuerpo ha empezado a rendirle culto a la voluminosidad: universo cortazariano que se toma el cuerpo, un cuerpo tomado, ocupado por la quietud.

El movimiento únicamente lo asiste en las finalizaciones de sus extremidades, los dedos solamente pueden moverse para escribir, la punta del pecho solamente permite la básica oscilación del aliento, lo pies y piernas solo responden para desplazarse de una silla a otra, de un cuarto a otro, de un silencio al otro: es como estar dentro de una babel, borgiana e infinita, pero sin libros, solo con presentimientos.

 

El agua no genera el impacto que el profesor Noreña quiere, pues ha perdido bastante sensibilidad, la reacción al golpe frío de las gotas a duras penas alcanza para agitar sus latidos un poco y el miedo a la repetición de la rutina aparece: preparase un desolado desayuno; arreglar, tan solo, del cuello de la camisa hacia arriba, prender la pantalla del computador, darse de trompadas virtuales con fantasmas lejanos que difícilmente lo sacan de su estatismo, pero que sí lo consumen en un sueño invertido garciamarquiano, sin ojos, sin perros, sin azules, y en donde nadie se despierta para preguntar por su nombre.

En una situación como esa, sería fácil morir de aburrimiento mirando el techo, pero la persistente filosofía de sus días lo ha llevado a salir de esas crisis, no solo convirtiéndose en insecto, sino metamorfoseando la tiranía de su condición kafkiana en remedios o píldoras seudointelectuales que trastocan su conciencia nerviosa.

La más divertida para su espíritu es la de encontrar ridículos imposibles en la historia… como aquella vez en que el gobierno nazi visitó a su país, en pleno periodo de entreguerras, y le hizo un homenaje impune al prócer libertador, para luego convertirse en la potencia que organizaría la segunda guerra mundial; o como cuando descubrió el servilismo nacional en la costumbre que tienen los presidentes de su país de invitar a los Reyes de la nación descubridora a las posesiones de gobierno, para que luego esos mismos reyes tengan que salir de su propio país descubridor, de su propia madre patria, huyendo por problemas con el fisco y escándalos de evasión; o como cuando escuchó al más leal de los vasallos, puesto en la cúspide de un país, defender a su caudillo, a pesar de que este tuviera orden de captura, y todo el armatoste de poder se fuera al piso después de dos años de fracaso continuo pero disimulado.

Los imposibles históricos del profesor Noreña, al principio, le permiten divertir su anquilosado cuerpo y, de cierta forma, logra salir de su angustia existencial gracias a ellos; sin embargo, después de pronunciados, cuando hace conciencia de tales tamañas barbaridades, cuando el descaro y el cinismo lo colman de insatisfacción, los imposibles históricos le dan mal humor, estreñimiento y muchas ganas de comer dulce.

Entonces se pregunta:

¿Por qué adoramos tanto a la barbarie, con ella izamos el pabellón nacional y luego defendemos a rabiar esa falsa grandeza? ¿Por qué respetamos, con los más elocuentes elogios, a todas las formas de la mentira, y en nombre de la democracia, nos desvivimos por un honor, por una alcurnia, por unos títulos nobiliarios que no nos pertenecen? ¿Por qué disfrazamos la verdad con leyes, eufemismos y palabras huecas que suenan muy bonito, pero que son la descarada desproporción de un cinismo inteligente pero degradante?

Llega el tormento de nuevo a los lugares interiores del profesor Noreña, esta vez no en forma de quietud ni obesidad, sino en regurgitación de garganta temblorosa, trémula y rabiosa:

“Fárrago existencial, penumbra acompasada por la ignorancia, condena de los espíritus medianos, pasión sin formato ni vitalidad… ¿dónde ubicar esta falta de lugar en el mundo? ¿dónde guardar este abismo de insatisfacciones escondidas? ¿dónde calmar esta irreverencia telúrica?”

Cansado, el profesor Noreña se mira de noche en el espejo y se golpea la cara con gotas de agua helada. El cuerpo sigue presentando la misma oxidación. Entonces le cuesta reconocer la diferencia entre la quietud del día y la necesidad de dormir. Parsimonia en el día, inmovilidad en la noche, dos formas wildianas de verse en su retrato, solo que ninguna de las dos se diferencia.

Compungido, antes de que Morfeo desenfunde sus lides inconscientes, el profesor Noreña anuncia su letanía final:

“Mañana comienzo a hacer ejercicio”.

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