Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

La vida del C187

Quiero pagar mis deudas, las sucesivas llamadas agonizantes que me han hecho tantas voces, falsamente amables, ya me tienen cansado. No quiero guardar un número más con el nombre de “no contestar 1, 2, 3, 4….” Ya voy en 35. Por eso, me dirijo al banco y pulso la maravilla electrónica para recibir un papelito con el turno C187. No me sale ninguna otra letra y entiendo que es por no haberme hecho pasar por discapacitado, así que enfrento la realidad y veo que hacen falta 65 turnos para que me llamen. La sala está llena, no hay sillas disponibles, generalmente están ocupadas por gente con cara de impaciencia y mutismo desesperado, pero por alguna razón tienen turnos con letras A o W y dígitos que no superan las tres decenas. ¿Qué debo hacer?

Mi consuelo, mi refugio cotidiano: pensar, pensar….matar el tiempo con esta cabeza innoble, manchada de pensamientos enjutos, algo tímidos, que nacen en la gloria de la corteza cerebral pero que al comunicarse o al querer tomar forma, se desdoblan ingenuos, incapaces, imposibles. Pero la sinapsis es espontánea, y más allá de la inseguridad, arranca a pronunciar letanías:

La igualdad…. ¿Cuál igualdad? ¿La profesada por los turnos de una potente máquina electrónica? Vivo en un país donde la distancia entre la ley y la vida diaria se forja en “microabismos” que demuestran una realidad cómplice, conocida por unos pocos, quienes se aprovechan del desconocimiento de los demás; no hay proceso que deje de estar inundado con el truco, el atajo, la ventaja, lo que en un lenguaje popular se denomina “¿y cómo es la vuelta?”.

La libertad… también un concepto complejo, máxime si la definimos como la capacidad de elegir, pues en muchos aspectos el contexto determina las posibles elecciones y la libertad se ve relativizada a pocas opciones. Ello nos regresa al problema de la igualdad, aunque está claro que no tengo libertad con mis deudas… las debo pagar… lo que significa que la libertad está condicionada al contexto que la permite, es decir, en mi caso, no existe la libertad, y muy posiblemente también no lo hace ante todos los compañeros, falsos discapacitados o no, de este infortunio de fila, de esta pena de espera…. la libertad, otro invento de la perfección imposible.

Siento algo más que sangre en mi cerebro, y el tedio de mis contertulios silenciosos está creciendo, pero no cejo y continúo pensando…

El miedo, la parálisis silenciosa, lo que tiene en la mirada el portero del Banco. ¿Cómo es posible que un símbolo de la seguridad tenga miedo? En mi país es posible, los administradores de empresas son ministros de educación y algunos elegantes ladrones son insignes dirigentes de prestigiosísimas comisiones de ética. Pero me viene el miedo a la cabeza porque la gente tiene inútiles costumbres para protegerse, como oprimir todas las teclas de los números de los cajeros para quitar la sospecha de que la clave haya quedado evidente, o como contar el dinero a la altura del entrepierna con el fin de que no se vea lo que todo el mundo ve.

Pero alto, ya no más.

Regreso al momento y al instante, faltan tres turnos para que me atiendan, la travesía va llegando a su fin,  la personalidad del C187 me invade, celebro que los tres turnos que me preceden están desiertos, miro fijamente al cajero que está en frente mío y le digo: “…tengo miedo…no soy libre…detesto la desigualdad…”.

El cajero se desajusta el nudo de su corbata y pone cara de maestro zen: “Entiendo que sus deudas lo tienen agobiado y solo encuentra refugio en la filosofía barata, pero organícese, no pelee con el establecimiento, ¿cuánto va a consignar?” Yo le paso los billetes, él los cuenta con autómata disposición, me entrega el recibo y me dice envuelto en una carcajada: “…inmensa la vida del C187…”.

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