Nunca me quedó clara la idea de “imagen latente”, la palabra no la había aprendido nunca. Cuando la escuché por primera vez, de la boca de Paco, el fotógrafo del pueblo, me pareció que se refería a algo relacionado con los latidos del corazón.
Paco es un fotógrafo ermitaño, trabajó con los narcos en la época dorada del pueblo, satisfaciendo sus excentricidades y fotografiando obscenidad. Pero cuando el capo cayó y él tuvo que esconderse para sobrevivir, aprendió la sabiduría del silencio y se dedicó a tomar fotografías en la plaza, a precio insignificante, casi como para divertirse recreando las fauces de esa Minolta Hi – matic G, que registraba secretamente las sonrisas de un copo rosado de azúcar, o la desprevención del transeúnte que pisaba de prisa las piedras, como si quisiera huir del campaneo de la Iglesia.
Un día me dijo: “la magia del laboratorio reside en saber adecuar la temperatura” y repetía su faena de papeles blancos, que por efecto misterioso, algo diabólico, pronunciaban sus imágenes después de varias inmersiones en líquidos pesados. Yo nunca entendía nada, yo forzaba mi cerebro para comprender el hechizo, pero las ideas no se encajonaban en mis neuronas, y la desesperación subía hasta aborrecer el día en que acepté ser el ayudante de Paco, el fotógrafo más fracasado de la historia en Pacho, mi pueblo.
De esas sesiones solo entendía una idea clara: ni ayudante de fotografía ni campesino en la finca de mi padre ni mesero de tibio restaurante de corrientazos. Nada cercano a cercenar ese impulso inevitable de comprender las cosas y luego quererlas hacer de otra manera.
Como pollo ciego que se pierde en un pajar, aterricé en esta urbe descontrolada, suicida, epiléptica. Tuve que entender la lógica del pavimento desde la primera pregunta y aprender a doblar en las esquinas cuando unos ojos ensartados de ira te reclamaban por una moneda, un tarro de sopa, una «bicha» para calmar el síndrome de abstinencia. Por eso, cuando la empresa de transporte masivo me contrató como un vulgar informante y esbozó dentro de mí la posibilidad de recibir algún dinero, tal como ocurría con los líquidos del laboratorio raquítico de Paco, mi temperatura nunca volvió a bajar, a pesar de que mi jornada comenzara a las 3 de la mañana y tuviera que extenderse por las trasformaciones de un clima infernalmente variable, como el de esta mole de más de 8 millones de habitantes.
Y es que en la estación donde trabajo circulan 500 personas cada 30 minutos, como si fueran pepas de una papaya infinita. Claro que 100 de esas quinientas se vuelan los torniquetes, como si fuera un honor el sentirse intocable o como si el inspirar miedo les permitiera hacer lo que les da la gana. Yo vivo en el mismo lugar donde los brincones viven y pienso que saltarse la registradora es como no saber qué significa una “imagen latente”, es decir, es querer negar la comprensión en el cerebro, es perpetuar la suciedad de las uñas, es vestir siempre con ropas maltratadas. Mi madre me dice que evite problemas, pero ante la ignorancia debe haber una respuesta, y como los policías nos dejan solos (aparecen poco tiempo en cada hora pico), cada vez que veo a un trásfuga encrespar sus músculos para saltar, imagino una forma de detenerlo.
Las más graciosa que he inventado es una pistola de pintura, que ojalá deje un buen moretón en el cuerpo. Yo me ubicaría en un costado, para no ser visto, al instante de la infracción apuntaría, generalmente, al hombro o al pecho, la bola de pintura saldría como proyectil, a explotar en la ropa del transgresor que, con cara de asombro, miraría a su alrededor y se sentiría ridículo, porque toda la masa de gente lo abuchearía. Cuanta alegría me daría saber que toda la gestualidad malvada del degradado se interrumpiera por un picotazo de color, para que hiciera el ridículo…
El escarnio social mejor que la ley… pero prefiero dejar de pensar estupideces, debo preparar mi cerebro para el lunes de la próxima semana… mi primer día en la universidad.
Como cuando me daban ganas de salir corriendo del laboratorio de Paco, otra vez mis latidos del corazón se están acelerando, pero antes de calmarme, iré a pedirle a ese desadaptado que pague el pasaje…
Nota: Leonardo Licht, a quien varios medios de comunicación y hasta el mismo Alcalde no supieron escribirle correctamente su apellido, era un humilde trabajador de una empresa asociada a Transmilenio. Fue asesinado por un infractor, quien entró al sistema sin pagar. Más información en: http://www.semana.com/nacion/multimedia/historia-de-licht-hoyos-quien-fue-asesinado-en-transmilenio/512382.