Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

La incapacidad y el aplauso

El profesor Noreña tiene una pantalla gigante frente suyo. Ha intentado prenderla durante 10 minutos, la clase va a comenzar y no tiene los recursos electrónicos abiertos. Distraído, con las manos en el bolsillo, un estudiante de los cursos menores pasa y mira la cara de angustia del profesor, quien quisiera reventar el vidrio con sus ojos.

Sin decir una palabra, el estudiante entra al salón y desliza su mano por la superficie interior del televisor gigante, obtura un interruptor y la pantalla prende sin dificultades, como cuando una máquina obedece la orden para la que fue diseñada.

El profesor Noreña agradece y, a pesar de su incomodidad, se queda pensando sobre la naturaleza de ese salvador foráneo: la gratuidad de su servicio no exigía la farándula de su autoridad. En palabras más sencillas, a pesar de conocer la causa del problema, no necesitó que lo alabaran para solucionarlo.

Casi al mismo tiempo que el pensamiento anterior, el profesor Noreña mira su reloj y se divierte sabiendo que le quedan 5 minutos para su reflexión y que ninguna premura cotidiana lo podrá sacar de su embeleso, por lo menos, hasta que entre el primer estudiante.

Entonces, recuerda la incapacidad de su presidente para solucionar los problemas sociales de su país, pues yace enfrascado en un monólogo insultante, que desconoce sus interlocutores y se fundamenta en la destitución de sus gabinetes, comandantes, ministros, consejeros, sin darse cuenta que la inhabilidad reside en su persona, porque mientras anuncia cifras de desarrollo incomparables, el país se le cae en violencia, pobreza y corrupción (¿en dónde estará la mentira?). Tal como el profesor Noreña prendiendo la apoteósica pantalla, el presidente de su país se encascara en su incapacidad y, a falta de un pequeño inteligente que lo saque del problema, se queda creyéndose las mentiras que él mismo dice.

El no saber prender un televisor hipertecnológoco no hace al profesor Noreña menos profesor, así como el saberlo, al estudiante no lo convierte en profesor, en cambio, el encascaramiento de una figura pública sí la hace menos valiosa para el futuro, no solo por la desconfianza y la inestabilidad que ello genera, sino porque existe la sospecha que todo su actuar, todas sus decisiones, son para ser aplaudidas y es por eso que no lo socorren niños genios salvadores (ya no le quedan ministros estrella), por el contrario, aparecen comisiones internacionales, veedurías de derechos humanos, calificaciones negativas en datacréditos transnacionales, y en sí, se presentan todos los indicadores de un mal, malísimo gobierno.

El profesor Noreña no quiere ser un profesor malísimo, así como tampoco le gustaría estar en los zapatos de su presidente. Por eso piensa que su razón de ser debiera parecerse a la gratuidad del niño salvador, que la grandeza, expresada en simples y sencillas actitudes, debiera manifestarse en formato gratuito, para todo aquel que lo desee, en el silencio de una comunicación cómplice, que prepara el futuro y describe una sonrisa y un agradecimiento.

Tal como la está viviendo él mismo en este momento, al ver a sus estudiantes entrar al salón, molestándose, halándose, creando una microfelicidad por el simple hecho de estar ahí, respirando, teniendo al otro cerca, para motivar el pálpito de sus corazones.

¿Podrá ser tan fácil la vida? Todo su corazón desea gritar que sí.

Entonces, para iniciar con la mejor de las emociones su clase, el profesor Noreña carraspea un poco, con el fin exigirle a la garganta una voz poderosa, llena de motivación, y dice:

“¿Están listos para su control de lectura?”

Pero un murmullo inquietante interrumpe la armonía del salón. Un estudiante, el más aplicado de todos, alza la mano y dice:

«¿Cuál control mi profe, usted no nos avisó?»

Y es cuando el profesor Noreña mira sus zapatos, uno parece ser suyo, el otro, de su presidente.

Nota fúnebre

El COVID se ha llevado a un familiar cercano,
No nos ha dado tiempo de despedirnos,
No nos ha permitido elaborar nuestros duelos,
Nos ha impedido escuchar sus últimos latidos,
Acompañar sus últimos respiros,
Escuchar sus últimas palabras,
Además,
al momento de su cremación,
nos ha exigido un acto de imaginación,
pues ninguno de nosotros ha visto su cadáver.

Todo el dolor tuvimos que vivirlo en silencio,
bajo los rígidos formatos de una muerte infecciosa,
como si esa muerte fuera más muerte que las otras.

A casa hemos llegado sin comprender nada,
reviviendo momentos,
pero muy,
muy incompletos por dentro.

Mientras volvemos a la “normalidad”,
con las UCI parecidas a un transmilenio,
miramos hacia el frente con la esperanza
de que algún día se cierre el vacío
de nuestro estómago.

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