Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

La filosofía de Claxon o el desastre diario en Transmilenio

Un episodio romántico del pasado me puso en detención durante más de 8 horas, cuando, como ciudadano, exigí una explicación ante el implacable ejercicio de la autoridad. Si bien el contexto de la situación estaba a favor de los policías que cumplían su labor en un recién inaugurado CAI, el detonante de su ira contra mí, la cual me costó algunos golpes leves y uno que otro madrazo, era el hecho de exigir una explicación.

La dignidad herida de los “pacientes” policías no giraba en torno a la falta cometida, sino al atrevimiento de reclamar algún derecho reconocido socialmente: su ira residía en la insolencia de atreverse a mirar a los ojos a la autoridad, como si, quien aparentemente cometiera un delito, de inmediato perdiera el estatus humano del lenguaje y se convirtiera en el trasunto de sus vejámenes.

La historia ha llamado eso “exceso de autoridad” y las incontables páginas escritas sobre los derechos de los condenados, o presuntamente condenados, bien resaltan la transformación necesaria del tema. Sin embargo, existe ahora un flagelo mayor que está siendo difundido en nuestra sociedad bogotana, silencioso veneno que se sitúa en un inconsciente colectivo y al que he dado a llamar “filosofía de claxon” al no encontrar una mejor metáfora para el ruido ensordecedor que busca ejercer ese exceso de autoridad que llena la obligaciones de papel, pero que en el fondo no sirve para nada, tal como ocurre en un trancón, cuando alguien pita y no hay para dónde moverse.

Para explicar mejor mis palabras, debo acceder al terreno de la cotidianidad bogotana, en un flagelo padecido por más de seiscientas mil personas que lo utilizan diariamente: montar en Transmilenio.

El listado de atrocidades comienza desde los torniquetes de entrada, los cuales son vulnerados constantemente, aún se esté frente a un guardia vestido de gris o de azul con franjas amarilla o del verde tradicional de la policía, ninguno de ellos funciona: los muchachos avezados, generalmente de vestimenta sospechosa, saltan las vallas y se escabullen por la multitud, frente a la mirada de miedo de quienes, con hermosas distinciones de seguridad, son incapaces de cumplir su labor. La filosofía de claxon se ejerce en ellos porque son un aditamento de color, sin acción, que quizá cumpla con rigor algún ítem importante de los procesos de calidad, pero que no sirven para nada: es una autoridad de adorno, llena de excesos coloridos (sus uniformes están bien diseñados), pero que no ejerce ningún tipo de acción.

Otro tanto ocurre al abordaje de los buses, no solo la natural vocación de las personas a formar una chichonera macabra adorna el espíritu de claxon que ocurre en esta circunstancia, sino que pareciera consolidarse la idea de que, por estar allí la construcción (insuficientes Portales que trabajan a más del 150% de su capacidad), por estar allí el bus (máquinas agotadas por el exceso de peso y el mal trato de los usuarios), y por estar allí el megáfono anunciando los retardos (voces de tarro que desesperan la ya desesperada espera), el sistema funciona. Es decir, la gerencia de Transmilenio cree que colocando la infraestructura logra el cometido de darle movilidad a la ciudad, cuando a gritos, a gemidos desesperados, a piernas fracturadas por las estampidas, a manos atrapadas en las puertas, a morrales desgarrados por golpes a destiempo, lo que el sistema pide es educación cívica, cultura ciudadana. La filosofía de claxon reside en la inutilidad de creer que el problema se soluciona por los recursos y no por la urgencia de educar a los usuarios.

Ya recuerdo el helicóptero oficial, atravesando, hace algunas decenas de años, la autopista, y dentro de él al actual Alcalde de Bogotá anunciando el más ambicioso sistema de transporte desarrollado en Latinoamérica. Hoy ese sistema hace parte de una clase de autoridad que está vacía por dentro, que piensa en la superficie y no en la esencia de los problemas, que se expresa en presupuestos, índices, fárrago estadístico para disimular su incapacidad y que, como el sonido desesperado de claxon en la mitad de un taco inamovible, hace las cosas por aparentar y no para solucionarlas realmente.

¿Cómo es posible que un pueblo se aventure diariamente a un sistema que pone en riesgo su salud y nada ocurra?

Esa respuesta continuará siendo otro de los tantos silencios de nuestro Alcalde.

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