La alfombra portavasos, traída del Sur de Asia, reposa solitaria en la esquina del escritorio. Ese objeto le recuerda a una estudiante morena, muy callada, con rasgos indios en sus facciones, quien se la regaló en una de sus clases: “fui con mi familia a Pakistán y te traje esto de regalo”, dijo después de entregarla envuelta en un cordón dorado, con un nudo que inspiraba el poder de las mezquitas de uno de los países más poblados del mundo.
Su relación con Pakistán no había pasado más allá de haber leído un reportaje literario llamado “La historia de Iqbal”, escrita por el periodista italiano Francesco D’adamo. La historia conmovedora de esas páginas le recordó la maravilla de la época de la juventud, cuando todo parecía confabulado para convertir el mundo en un pastel de coincidencias.
En su juventud, el profesor Noreña había creído que todas las personas que encontraba, así como los lugares que visitaba, tenían una extraña coincidencia con estados de libertad que habitaban en su corazón. Así, la politóloga que lo invitó a caminar por el Parque Nacional de su ciudad, luego se convertiría en la guía aventurera que lo ayudara a cruzar el río Tigre a caballo; o aquella bioquímica que lo condujo por un malecón violento y con un mar picado, sería luego quien le diera sesiones maestras de la historia del cine, enarbolando a Chaplin en la base de esa cadena cultural y científica que tejían sus palabras. El profesor Noreña creyó, en aquellos tiempos, que todos esos lugares y personajes se aparecían porque él tenía dentro la curiosidad por la política, las aventuras ecológicas, los viajes insospechados y el amor por el cine.
Posiblemente, bajo la misma expresividad telúrica, la estudiante de la alfombra portavasos le había hecho tan espectacular regaló pues algo de las clases del Profesor Noreña le inspiraba la voluptuosidad del monte K2, la antigüedad de las mezquitas repletas o la vestimenta de esos hombres anónimos y hermosos, quienes vestían los pantalones que ella deseaba ponerse.
Por eso, el regalo fue tan espontáneo y único: retrato de lo que significa la juventud.
El profesor Noreña suspira, no solo por el recuerdo de los obsequios de sus estudiantes, sino por la idea de juventud que ha venido escuchando en las noticias de su trapeado país de hoyos negros.
Él ha aprendido sobre la juventud de sus estudiantes el vigor de las ideas, la lucha constante por sus motivos, la capacidad infinita de aprender más rápido y mejor lo que duró centurias en comprender, y esa persistente terquedad de dominarlo todo gracias a la triangulación de su suspicacia, su curiosidad y las potentes herramientas virtuales que dominan con ahínco.
Pero su país parece solo reconocer en la juventud camuflajes de anarquismo, disidencias de grupos armados, inmadurez absoluta y precariedad mental: si queman un CAI, es porque pertenecen a las guerrillas urbanas; si son sorprendidos en el uso de la violencia, es porque hacen parte de pandillas dedicadas al microtráfico; si se enfrentan a la autoridad, es porque son unos facinerosos que no tienen respeto por las instituciones ni la religión; y si se pierden o desaparecen, es porque “quién sabe en qué torcido andan”.
Nada más lejano de lo que el profesor Noreña ha encontrado en los jóvenes.
¿Por qué no legitimar su voz sin pedirles que actúen según los códigos de comportamiento? ¿Por qué no reconocer sus alegatos sin la condena de verlos como anarquistas? ¿Por qué no aceptar su inconformidad como una interlocución válida de lo que debe cambiar en una sociedad acomodaticia, bajo el amparo de gobernantes que no comprenden sus peticiones?
¿Por qué no dejar de matarlos?
El profesor Noreña, después de haberse planteado esa pregunta, recuerda que el reportaje literario cuenta la historia de un niño que se atrevió a delatar el trabajo forzoso e inhumano en las fábricas de alfombras de Pakistán. Iqbal, al igual que muchos de los jóvenes de su país, terminó muerto, de forma inexplicable, dos años más tarde, por haberse atrevido a generar, tal vez no con los mejores medios, una transformación de su cultura.
Con la mini alfombra portavasos entre sus manos, el profesor Noreña vuelve a exhalar profundo en honor a todos esos jóvenes privados de futuro. Después, a pesar de su tristeza y de las miles de imágenes que se le agolpan en el cerebro, casi como si estuviera viendo un collage de fotos de todos los estudiantes que han pasado por sus clases, y tal como lo ha hecho durante más de 23 años, saca su cuaderno de apuntes y afirma: “es hora de preparar la clase de mañana”.