Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

Humanidad rota

No hay ningún ruido a esa hora en el estudio, pero el profesor Noreña no puede dejar de escuchar un estruendo vivo, estremecedor, palpitante hasta su ingle. Esa sensación de tranquilidad externa y caos interior lo atormenta sobremanera y le hace reventar en pensamientos inconscientes, que divagan en su mente como náufragos destinados a ver el temblor del mar.

Escucha la corpulencia de un metal corroído ceder contra la fuerza de un amarre hecho a mano e improvisado. Parece magia que una materia producida por infinitas aleaciones tecnológicas pueda ser vencida ante la artesanía vegetal y humilde de una cuerda. Pero es cierto, la debilidad derrota a la fortaleza en plena luz del medio día: una cultura, cansada de atropellos y desplazamientos espirituales, derrumba la estatua de otra cultura, impuesta de forma unívoca y con el desconocimiento de los que allí estaban.

El profesor Noreña tapa sus oídos con sus manos porque no quiere escuchar más ese pasadizo histórico, abierto por la terquedad de sus alucinaciones.

La debilidad de la cuerda le ha traído más sonidos agonizantes: ahora escucha los maltratos sucesivos ocurridos en siglos de exterminio; escucha también el llanto de los dioses diferentes, irrespetados por una hipocresía que siempre confundió deseo de enriquecimiento con verdad divina, ansias de poder con mandato sagrado, engaño y traición con evangelio salvador; por último, escucha el chirrido final del metal y el golpe de una mole sobre el piso, seguido de un grito de victoria.

Las voces roncas lo traen a la realidad y su cerebro empieza a comprender la raíz de su lamento.

Al sur de su país, en una población conservadora, atrapada en la costumbre de los siglos, un grupo de indígenas, a pleno medio día, tal vez bajo la infusión de un acto verdaderamente beligerante, utilizando esa clase de violencia que permite dañar los símbolos y no a las personas, decidió, con cuerdas de amarre, tumbar la estatua de un conquistador español. Su argumento, doble: la estatua del usurpador reposaba en un monte sagrado, antiguo cementerio de sus ancestros, además, es una forma de protesta ante siglos de olvido y exclusión.

El profesor Noreña encuentra calma en su agonía, ya sabe que su vigilia intranquila no tiene asidero en un desajuste del sistema nervioso, sino que hace parte de su exagerado padecimiento por el mundo: ama las culturas subyacentes de su país y se siente indignado por el trato que se les da. Además, no puede ocultar la satisfacción al ver que el triunfo de un acto iconoclasta pudo plantarse sobre la conciencia del escándalo e hizo temblar una identidad colectiva con preocupaciones xenófobas y moralistas.

El ruido que tumbaba la tranquilidad de sus oídos ahora es música hecha algunas preguntas:

¿por qué los talibanes no estrellaron aviones desocupados sobre la Estatua de la libertad? … ¿por qué la superpotencia internacional, colaboracionista, con presidente actual enfermo, antes de invadir Irak, no chorreó una plasta de óleo de colores sobre la estatua del dictador Husein? … ¿por qué, antes de que el islamófobo, derechista, buen hombre y negociante, se arme hasta los dientes y dispare contra una multitud en una isla, no decide crear una revista iconoclasta, un pasquín repulsivo donde consignar sus extremas disertaciones? …

La respuesta, un canto en la boca del Profesor Noreña:

Porque somos incapaces del arte, nos ha abandonado la parodia y su inteligencia, preferimos el pensamiento directo al analógico y la violencia nos asiste gracias a nuestra profunda incapacidad de imaginar la belleza”.

La atmósfera del escritorio, ahora, guarda silencio, tanto fuera como dentro. El cansancio empieza a tomar forma en el cuerpo del Profesor Noreña. Un silencio tranquilizador lo sobrecoge, lo protege, lo guía hasta su dormitorio y lo sumerge en un sueño reparador.

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