Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

Denuesto para el Día del maestro

Las intermitencias del sueño llegan siempre a la 3:36 de la mañana. Quiera estar dormido o no, el inconsciente explota la neurona del sueño y, bien en la vigilia o en la conciencia absoluta, el pensamiento del profesor Noreña divaga sobre los trasuntos más inquietantes de su conciencia.

El miedo por sufrir de insomnio lo domina al principio, pero luego entiende que hay cosas en su haber que no están bien hechas y que deben ser pensadas de nuevo, bajo la luz parda de la madrugada. Dada su prominencia en el cerebro, causada por el cambio y la transformación, pensar nunca ha sido un despropósito, por eso se entrega al placer de desnudar la realidad a punta de paradojas y congojas existenciales.

Ve un grupo de estudiantes caminar a dos metros de distancia, a lo largo de una fila interminable, cada uno con una mascarilla que les impide manifestar sus emociones, así como hablar y moverse espontáneamente; ese mismo grupo de estudiantes se dirige a un campo delimitado, parcelas infinitas y muy bien demarcadas los esperan para que cada uno saque su merienda y coma al mismo tiempo, masticando la misma cantidad de veces y prorrumpiendo, al final, en una sola carcajada estridente.

Parte del cerebro del profesor Noreña sabe que es un sueño, pero otra parte del cerebro piensa que es real, que a pleno pulmón del siglo XXI, las hegemonías del totalitarismo se repiten; y, a falta de un lugar para ejercerse o a falta de colegios donde aplicarlas, ese totalitarismo se esconde bajo villanas concepciones de mundo, impuestas por sus gobernantes, por ejemplo… pensar que todos los problemas de su patria se resumen al tráfico de estupefacientes; o creer que la culpa la tienen los jóvenes, por ingenuos y vagabundos, quienes se dejan manipular por revoltosos infiltrados en sus manifestaciones; o tener fe a escaladas comunistas sempiternas, las cuales solo merecen ser sofocadas con plomo, pero en redes sociales; o a odiar a las parvadas (muy en el fondo se cree que son animales) de indígenas que viajan en camionetas finas y resaltan la ausencia de fe y respeto al dios verdadero; o a saberse superhéroe, supersalvador, superelegido y sentir la profunda necesidad de mantener al pueblo controlado, para garantizar la institucionalidad.

“Vive, entonces, la represión, habita oculta en la trastienda de los hilos sociales”. El profesor Noreña no alcanza a reconocer si es su propia voz la que acaba de pronunciar esas palabras.

Pero, con esta reflexión, entre las neuronas y la frente, se abre paso en su pecho un suspiro profundo, que lo obliga a cambiar de posición, esta vez con la total conciencia de que su despertar está cerca. Mira el reloj con la esperanza de encontrar más tiempo para seguir descansando, pero la hora de la alarma revienta en sonidos electrónicos, 4:15 de la mañana, hora de satisfacer su cotidianidad.

Los estudiantes de su sueño, a esa misma hora, se preparan para ir donde el profesor Noreña trabaja, pero no caminan o comen así por pertenecer al delirio del absolutismo, sino porque se cuidan de una pandemia mundial.

¿Se podría decir algo parecido frente a lo pensado sobre sus gobernantes y el totalitarismo?

Mientras hierve el café, el profesor Noreña deplora decir que NO.

Los gobernantes de su país no comprenden que el narcotráfico es una consecuencia de problemas más estructurales, que los jóvenes se desaforan porque su inconsciente sabe que habitan una zona sin futuro, sin oportunidades; que las diversas comunidades guardan reclamos que tienen existencia desde hace más de 500 años; y que su cuerpo de defensa uniformado, antes de ayudar a la gente, se desmanda, bajo un insuficiente cumplimiento de protocolos internacionales, utilizando la fuerza desmedida y causando muertes a inocentes, jóvenes en su mayoría.

A las 5:30 am debe salir de su casa para poder evitar el trancó que le hará llegar tarde. Son las 5:28 am, al cerrar la puerta de su casa, el profesor Noreña vuelve a expandir su pecho con un suspiro, espetándole al púrpura de la madrugada una última confabulación:

¡Qué difícil es ser maestro!

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