Las calles son auténticos campos de guerra y no es Siria; los perdigones policiacos reprimen brutalmente a civiles que protestan desarmados y no es Venezuela; el gobierno y la cúpula militar gestan un autogolpe de estado y no es Birmania; secuestran y asesinan a los jóvenes y no es una “noche de lápices” argentina, la mitad de los hogares ya son pobres y no es Haití. Convirtieron a Colombia en todo lo que decían que no sería.
Lo que sucede en Colombia es una burla, una afrenta al pueblo; despilfarraron el presupuesto público en plena pandemia mientras la gente muere de hambre, invirtiendo miles de millones de dólares en gasto militar, en mejoramiento de imagen, publicidad y programas de televisión presidencial, vehículos, gastos burocráticos para los amigos del gobierno, entre otros; y, con soberbia y tozudez, pretendieron imponer una reforma tributaria que afecta a los estratos vulnerables y a la clase media; es decir, al 85% de los colombianos, en lugar de desmontar el paraíso de exenciones fiscales que engordan a banqueros, multinacionales, terratenientes y aliados del gobierno.
El gobierno dice que necesita 25 billones, mientras la Contraloría General de la República reitera que en Colombia los corruptos se roban 50 billones al año; el gobierno aduce que ese dinero es para generar un alivio social, pero la reforma atenta contra la estabilidad económica de las personas de menores ingresos; el gobierno manifiesta no tener dinero, pero hace meses salió al rescate de la aerolínea privada y extranjera Avianca, donde trabajara en un alto cargo la hermana del Presidente, con un préstamo de 370 millones de dólares, que no se dio por la presión social.
La reforma tributaria, la calamidad de la salud pública, económica y social, y la represión estatal y policial contra la población civil que protesta, son la causa de la batalla campal que está aniquilando a colombianos pobres; a punta de hambre física y de bala. Están matando a los jóvenes que protestan por el derecho a estudiar, a trabajar y a vivir dignamente. Los ciudadanos salieron a las calles a clamar socorro, racionalidad y equidad, y el Estado los rotuló de vándalos para justificar su política de terror, bala y bolillo; se alistaron a pedir comida, empleo y mayor inversión en salud para que más gente no muera tirada en los pisos de los hospitales por falta de oxígeno, y el Estado les responde con violencia y muerte.
En Colombia el derecho a opinar es un privilegio. Ser líder social y protestar es una actividad de alto riesgo. Más de mil líderes sociales han sido asesinados durante el último cuatrienio. Opinar es un acto de osadía y una apuesta a ser marcado de terrorista. Si no admites las decisiones oficiales, eres objeto de estigmatización, ataques y amenazas por parte de los extremistas afines con el decálogo del partido de gobierno; los de peor suerte, son perfilados por la inteligencia militar y aseguran media lápida.
La absorción y sumisión de las otras ramas del poder público: legislativa, órganos de control, organización electoral y la justicia, al gobierno central, y la cooptación estatal de los medios de comunicación más influyentes del país, están convirtiendo nuestra democracia en una dictadura.
Un gobierno que en público argumenta auspiciar el diálogo, y en privado ordena reprimir las protestas mediante el uso de armas letales contra la población civil, da muestras de no anhelar la pacificación sino mayor conflagración. Las reuniones protocolarias con amigos y cómplices del gobierno no llevarán a una concertación. El verdadero diálogo es con los que están en las calles, a través de las organizaciones o liderazgos que los representen y con los sectores de oposición.
Mientras el presidente Iván Duque no se emancipe del yugo al que lo tienen sometido las presiones y pretensiones del expresidente Uribe y su partido, proclives a la hostilidad y a la represión social, quienes le redactan y marcan el ritmo de su agenda gubernamental, y le imponen los ministros y demás burocracia, no podrá alinear sus pensamientos ni tomar decisiones asertivas.
Iván Duque ya no tienen nada que perder desmarcándose del uribismo, replanteando su programa de gobierno, regresando al pensamiento liberal que en su juventud lo distinguió, antes de hipotecar sus ideales por una curul en el Senado y por una credencial de presidente.
El pueblo resiste ante la emboscada estatal, y advierte seguir en las calles. Le tiene más terror al Estado que al Covid. Clama que las sociedades y gobiernos del mundo, que en otrora han sido vehementes con los gobiernos autócratas que trasgreden los derechos humanos, enfoquen su retina en Colombia, para que al ciudadano que protesta se le respete la vida y se restablezca el orden, y para que vivir en paz y con dignidad deje de ser una retórica legal y un motivo de luchas y protestas y, sea un modelo de vida que nos permita dedicarnos a trabajar, estudiar, producir y a reencontrarnos con nuestros sueños y virtudes.
Hay hambre, pero no derecho a saquear; hay rabia, pero no derecho a destruir; hay indignación, pero no derecho a asesinar; podemos vivir en desacuerdo, pero no hay derecho a tanto menosprecio e insolidaridad; hay desconsuelo, pero no derecho a rendirse.
No hay que olvidar que las grandes transformaciones sociales que hicieron historia en el mundo se dieron en las calles en legítimas manifestaciones populares y que, de esas conquistas, disfrutamos todos, salvo quienes murieron luchando por esos derechos.
Twitter:@soyjuanctorres