Unidad Investigativa

Publicado el Alberto Donadio

Tantas muertes nos matan

TANTAS MUERTES NOS MATAN
Por: Juan Raúl Navarro
“Menos mal ese gallinazo va comiéndose una res y no uno de los tantos muertos que han bajado por el río en estos días”, me dijo Paredes, un arenero que trabaja donde el San Juan desemboca en el Cauca, en el corregimiento de Peñalisa, municipio de Salgar, en Antioquia. Fue el viernes 23 de abril de 2021, mientras esperaba que tres adolescentes del caserío llenaran a paladas cinco bultos de arena de revoque para una reforma que estoy haciendo en la finca. Yo había visto el ave carroñera navegar aguas abajo, sobre la cabeza de un ternero ahogado, al que iba picoteando como un pirata que hinca el garfio en la carne de su presa y, apenas se la mostré, Paredes profirió dicho comentario aterrador.
Me puse a interrogarlo y me contó que en las últimas semanas han estado tirando al Cauca a mujeres y hombres asesinados río arriba, en la zona de La Pintada y en algunos municipios de otros departamentos; y que él y varios conocidos suyos, conmovidos con las familias de las víctimas —que se pueden quedar sin saber de su paradero, viviendo la pesadilla de no poder sepultarlos y procesar su duelo—, se decidieron a sacarlos del río en la canoa a motor que usan, habitualmente, para cargar la arena de las orillas y llevarla al punto de acopio. El primer muerto que reportaron a la policía, resultó ser, en realidad, un suicida de Irra, Risaralda, que agobiado por la infidelidad de su mujer se tiró del puente de la población para ahogar su pena. Los otros tres estaban baleados, con un tiro de gracia en la cabeza o con varios disparos en el cuerpo.
Cuando avisaron del cuarto hallazgo, los funcionarios de la Dijín que asistieron al levantamiento les advirtieron que si seguían pescando cadáveres se iban a meter en problemas, pues con esa labor, que Paredes y sus amigos consideraban humanitaria, lo que hacían era obligar a las autoridades a lidiar con los cuerpos y a buscar a las familias, asunto bastante dispendioso porque los criminales suelen quitarles la documentación a sus víctimas para que queden como NN. Les sugirieron, por su bien, que no siguieran haciéndolo, que lo mejor era dejar que se los llevara la corriente. “A partir de esa advertencia”, concluyó Paredes, “hemos dejado pasar los muertos. Han bajado hasta cuatro en un mismo día, sin contar los que van sumergidos o pasan en las noches”.
Nuri Giovanna, nativa de Ituango, de 30 años y con un niño de once, es la hermana mayor de Marisela, la joven que me ayuda en las labores domésticas de la casa. Hasta hace poco Nuri y su familia vivían en una finca cafetera en Lisboa, una vereda de Anzoátegui, Tolima. Con frecuencia, ella, su esposo Eleison y su hijo Sebastián, presenciaban las golpizas que un lugareño acostumbraba darle a su señora. Conmovidos, un día le advirtieron que, si seguía maltratando a la mujer, lo iban a aventar en el juzgado. Una vecina, condolida también, puso la denuncia. El abusador, furioso, les hizo el reclamo a Nuri Giovanna y a su marido, y aunque trataron de aclararle que ellos no habían sido, no les creyó y contrató a un matón de la vereda, amigo suyo, para que le pegara un tiro a Eleison, quien ahora convalece paralítico en un hospital de Ibagué, donde le sacaron la bala de la nuca. Nuri y el niño abandonaron su hogar, despavoridos, para evitar que el vengador o su sicario fueran a hacerles daño, y están viviendo, hacinados, en la casa de unos parientes. Como en el momento del disparo no hubo testigos, ambos bandidos siguen libres.
Myriam, la hermana de Giovann Darío, el esposo de Marisela, recibió una foto macabra donde aparece su marido Mayiver sumergido hasta las tetillas en un recodo fangoso del río Porce, con el estigma de un tiro en plena frente y la bota del pie derecho de uno de sus asesinos pisándole la cabeza. Los criminales le quitaron el celular a Mayiver y lo usaron para registrar el homicidio y mandarle la imagen a Myriam. Ella trabaja en Hidroituango y el 16 de abril, día de los hechos, pidió una licencia para irse a buscar el cadáver, pero aún no lo encuentra. Según le dijeron algunos habitantes de Amalfi, un pueblo minero del nordeste de Antioquia, hundido en la violencia y donde se cometió el homicidio, a Mayiver lo masacraron junto a otros dos muchachos y luego los dejaron a merced del caudal embravecido por las lluvias recientes.
En los últimos días, en Ciudad Bolívar y en otras poblaciones del Suroeste antioqueño, las bandas del microtráfico de diferentes organizaciones delincuenciales, en una guerra intestina por apoderarse de las plazas de vicio, han estado acribillando jóvenes por montones. El domingo pasado, 23 de abril, por citar el caso más reciente, dos pistoleros ultimaron a cinco personas en el municipio de Andes.
El 13 de marzo de 2021, en Rionegro, Antioquia, un criminal motorizado, tratando de sacarle la máxima velocidad a su bólido, apareció a incontables kilómetros por hora, inclinado sobre el manubrio, como lo hacen los competidores de las carreras de pista, y se llevó la vida de mi hermana María Stella. Cuentan los testigos que ella, que iba en su bicicleta, se detuvo en la franja de seguridad de la vía, miró varias veces en ambos sentidos y, segura de que no venía ningún vehículo, comenzó a cruzar la calzada. No había avanzado metro y medio cuando apareció el homicida disfrazado de motociclista y la atropelló con tal fuerza que la arrojó, con bicicleta y todo, 30 metros adelante, sobre el pavimento, donde falleció a los pocos segundos. El responsable de su muerte sigue vivo y rodando.

Este es el relato de unos cuantos crímenes que me han afectado personalmente. Excluyendo el accidente de mi hermana, estos asesinatos han ocurrido en el último mes y todos están circunscritos a una misma región. Son apenas unos pocos, entre los muchos que se cometen a diario, impunemente, en este país despiadado y sin ley. Duele y enferma sentir cómo se desangra Colombia y verla agonizar en medio de la impotencia.

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