El Heroísmo artístico de Luis Felipe Jaspe: Un repaso por la obra del arquitecto que dotó de identidad a Cartagena de Indias

 

 

Por Marcos Fabián Herrera

 

La vocación pictórica de Luis Felipe Jaspe se afianzó en un atardecer de 1878, cuando la brisa marina llegaba con un vigor inusitado y los destellos de un sol languideciente se extraviaban en el horizonte. Mientras escuchaba absorto el relato de un testigo de los fusilamientos perpetrados por Pablo Morillo, se preguntaba cómo lograría estampar esa dantesca imagen en un óleo. La imaginación febril del artista de 28 años, procesaba sus vivencias al ritmo de la convulsión de la época. El anciano que evocaba los detalles de lo presenciado, con un gran esfuerzo de fidelidad a los hechos, pronunciaba cada frase con una dicción parsimoniosa y una voz serena. El testimonio seguía con precisión el carrusel de sus recuerdos. La humareda de los fusiles y los cuerpos desgonzados y sangrantes se amontonaban como escarmiento colectivo para los rebeldes furtivos que se agazapaban entre la multitud. Quienes se resistieran al yugo español – era el inequívoco mensaje del cruel ritual – tendrían la misma condena.

 

Estas imágenes, emanadas de la voz de un hombre que con 74 años rememoraba un hecho observado cuando solo tenía 16, serían guardadas por siempre para tiempo después convertirse en arte. El talento y la avidez creativa del artista que forjaría una nueva fisionomía para Cartagena se nutriría de vivencias, horas silenciosas de estudio y una insaciable investigación de las diversas tradiciones y estéticas. La desvaída aldea de corsarios y piratas, guerreros y malhechores, cambiaría su apariencia a partir del minucioso trabajo arquitectónico de un hombre convencido que en la incipiente vida republicana la ciudad debía rehacerse y convertirse en un ícono continental. La mirada visionaria de Luis Felipe Jaspe anticipaba que muchos de los espacios, en los que brilló el espíritu libertario de las huestes que lograron la independencia, se harían emblemas y monumentos.

 

La ciudad, que vista por un catalejo desde la proa de un barco por aquellos años lucía ruinosa, encontraría en Luis Felipe Jaspe al artífice de un relato citadino en el que la historia, el ornato, la arquitectura y el bienestar crearían una amalgama de renovación y modernización urbanística. Esfuerzo que se concretaría en diversas manifestaciones artísticas y que, como un renacentista nacido en el trópico, solo se menguaría en su vejez y en el límite de su muerte. De la pintura al urbanismo, de la educación al diseño urbano, sus búsquedas se concentraron en variados campos, teniendo solo una obsesión común: desplegar su fuerza creativa para hacer de Cartagena el epicentro del Caribe y el continente.

 

Desde Bernini hasta Miguel Ángel, pasando por Leonardo Da Vinci y hasta Le Corbusier, muchos de las figuras cimeras del arte universal gozaron del padrinazgo de un mecenas. Luis Felipe Jaspe también tuvo el suyo. Joaquín F. Vélez, un habilidoso político cartagenero, encargado de las más ingratas tareas en el gobierno de Rafael Núñez, estimularía el talento de quien desde temprano daba muestras de una facultad artística excepcional. Por los pasillos espaciosos de las casonas solariegas de Cartagena, el amor prohibido del presidente y de doña Soledad Román, suscitaba los más desapacibles rumores y comentarios. El mandatario casado en segundas nupcias con la dama cartagenera cargaba el deshonroso señalamiento de ser un bígamo a la luz del dogma católico. Mancillado y vituperado por las ardientes conspiraciones que el ingenio popular convertía en bromas de cafetín y caricaturas de gacetilleros, el servil Joaquín F. Vélez, cumpliría en Roma la misión de librar al notable presidente regeneracionista de la mancha causada por sus desafueros carnales.

 

Con la misma astucia que logró el desvanecimiento del pecado presidencial, y quizás como compensación a las tretas maquinadas para favorecer al poder, este eterno aspirante al solio de Bolívar que siempre enarboló un añejo conservadurismo, lograría para Jaspe una fructífera estancia. Es así que en 1875 apoya su viaje a la Isla de Martinica para recibir la instrucción y el saber que el artista consideraba necesarios para concretar sus ambiciosos proyectos. También sería la oportunidad de explorar vanguardias artísticas que imperaban en otras latitudes, y que, debido a la cerrazón cultural y el ambiente parroquial de la ciudad y el país, tardaban en llegar a Cartagena. Con un ligero equipaje que contenía pocas prendas, algunos libros, un sextante, una escuadra y muchos mapas y bocetos, zarpó en un barco con destino a la Escuela de Bellas Artes de esta isla del Caribe.

 

La exuberancia de la isla, que era una colonia del gobierno francés desde 1674, cautivó a Jaspe. La profusión de especies de flores, las cascadas protegidas por densos follajes, los caminos abiertos por los lugareños que se bifurcaban en el espesor de las maniguas con derroteros inciertos, los líquenes que le revelaban las distintas tonalidades del verde y el asedio sonoro de animales exóticos, le enseñaron un nuevo paisaje. Aprendizaje instintivo y sensorial que estaría acompañado de una breve pero intensa inmersión en escuelas y tendencias europeas que  le ampliaron su perspectiva artística. Todo esto, le permitió consolidar un lenguaje personal y reafirmarse como el poseedor de un talento que brotaba con naturalidad.

 

Martinica, al amparo de una Francia pujante que honraba su tradición de pensamiento, y que se presentaba ante el mundo occidental como el mayor símbolo de la libertad, era un cruce de caminos. Todos los días en sus muelles desembarcaban comerciantes, truhanes, marineros, alcabaleros, artesanos, fabricantes y delegados del gobierno francés que traían todo tipo de aspiraciones y propósitos. Los unos ansiaban una riqueza en los oficios más rudos; los otros se empeñaban en la fundación de una sólida delegación republicana que insuflara en este lado del mundo vientos de progreso. Este ambiente cosmopolita contagió a Luis Felipe Jaspe y le facilitó la comprensión de los procesos transformadores que se gestaban en Europa. El regreso a su ciudad se haría bajo una firme premisa: Consagrarse al embellecimiento de Cartagena para rescatarla del letargo dejado por las luchas viscerales por el poder.

 

Los frecuentes asedios de los invasores legaban a los cartageneros una ciudad derruida y maltrecha. En las postrimerías del siglo XIX, la coordenada geográfica que suscitó la atención de cronistas de indias y viajeros deseosos de conocer las catacumbas de las fortificaciones que emulaban los baluartes de ciudades costeras de España, era un desolado paisaje de hambruna, rivalidades políticas y rezagos de oscurantismo e ignorancia. El antiguo bastión que, con los más abyectos métodos de la inquisición, persiguió la libertad y el conocimiento, en su nueva fase republicana, lucía pobre y desvencijado. La estética de la ciudad que Luis Felipe Jaspe se proponía renovar, no congeniaba con el ideal de puerto próspero que algunos expedicionarios escuchaban en las delirantes narraciones que circulaban de boca en boca por los puertos del Caribe.

 

El pálpito de un hombre curtido, un sentido de practicidad aprendido en las luchas cotidianas de la supervivencia, y el reconocimiento de las limitaciones, derivadas del declive económico del momento, hicieron que una vez emprendiera sus obras, apropiara los vestigios de viejas construcciones abandonadas por la desidia de un estado débil. Este sería un principio que aplicaría de forma proverbial en la construcción de la Torre del Reloj y el Teatro Heredia. Dos obras que definirían la identidad de la ciudad y que lo enfrentarían a los mayores retos creativos. Dos apuestas que lo consagrarían como el inventor de la nueva Cartagena.

 

Fueron los poetas románticos los que se propusieron conservar en un arte renovado las resonancias primigenias del mundo natural. La necesidad de fusionar tradiciones, de superar las tendencias pasajeras y de fundar un humanismo atemporal, convocó los esfuerzos de muchos cultores. Con una mezcla de intuición y recursividad, Luis Felipe Jaspe no escatimó recursos para que en sus obras el pasado adquiriera un aura de invención. Sobre la bóveda central de la vieja boca del puente, erigió la torre neogótica en la que descansa el reloj más famoso de Colombia. Incólume al paso de los años, estas manecillas han contabilizado la duración de los amores fugaces, el asedio de los ciclones y los desvelos del novelista de Aracataca y creador de Macondo que vacacionaba a pocas cuadras en su mansión de la ciudad amurallada.

 

Similar proceder aplicó en la construcción del Teatro Heredia. Sobre los paredones de la iglesia de La Merced levantó la obra que, de la cúspide al telón, del camerino a la tarima, los estilos republicano y colonial, convergen en acabados y espacios concebidos para albergar la pureza del sonido. Audaz y proteico, como el anfibio que se mimetiza al color del terreno, su arquitectura de ensamble configura una singular mixtura de estilos y técnicas. En obras como el Mercado Municipal, La Ermita del Cabrero, La catedral de San Jerónimo y el Camellón de los Mártires, luces y sombras se hacen días cálidos y noches de plenilunio, con el aprovechamiento integral de los elementos naturales en proporciones simétricas.

 

Como si la suya hubiera sido una existencia guiada por el afán de esculpir, dibujar y pintar, los rostros de más de 200 distinguidos aristócratas cartageneros fueron retratados con sus vestimentas ceñidas y facciones solemnes. Gestos y sonrisas impostadas que develan un impudoroso pulso con el tiempo. Ceños fruncidos y mohines artificiosos que vistos hoy manifiestan un tácito deseo por alcanzar la eternidad. La venerable condición que solo alcanzó el modesto retratista que tras un bastidor y sin proponérselo, delineó su rostro en la faz de una ciudad.

Marcos Fabián Herrera Muñoz. Nació en El Pital (Huila), Colombia, en 1984. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Escribe en las páginas culturales del diario El Espectador de Colombia y en revistas nacionales como Universidad de Antioquia , Diners y La Lira. También es colaborador de publicaciones extranjeras como Ómnibus de España y Aurora Boreal de Dinamarca. Autor de los libros El coloquio insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos (Coedición de Visage-con-Fabulación,2008); Silabario de magia – poesía (Trilce Editores, 2011); Palabra de Autor (Sílaba, 2017); Oficios del destierro ( Programa Editorial Univalle, 2019 ); Un bemol en la guerra ( Navío Libros, 2019).

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