Unidad Investigativa

Publicado el Alberto Donadio

Las constituciones en el cuadrilátero

Escribe el diplomático José Joaquín Gori Cabrera:

Las constituciones en el cuadrilátero

La noción de constitución no corta con una camisa de talla única. Es de aquellos términos que cuesta definir, pero que son fáciles de reconocer. La constitución es el cuerpo de principios fundamentales y normas superiores que embotellan la estructura fundamental de una sociedad organizada; el vademécum de reglas supremas, principios cardinales y proclamaciones inalterables que gobiernan su organización y basamento legal. La parte superior de la pirámide legal. Por situarse en la cúspide de la pirámide se presupone que las normas constitucionales no pueden ser alteradas al mismo ritmo que la legislación.

Los Fundadores no previeron, sin embargo, que en nuestro continente los códigos constitucionales se trocaran en maquillaje democrático de gobiernos dictatoriales. Tenemos cuerpos de normas que no garantizan la separación de poderes, el imperio de la justicia o la protección del ciudadano frente al Estado; sino todo lo contrario: los poderes sirven al poder y la constitución no es sino un ropaje para darle tinte democrático el reino de la corrupción.

Tampoco podían prever los Libertadores que al separarnos de la Madre Patria se les ocurriera a los constituyentes de distintas épocas incluir proclamas, reclamaciones o reivindicaciones que cuando trascienden del simple marco de enunciado son susceptibles de generar serios conflictos con naciones hermanas. Es deplorable que este sea el panorama que presentan nuestras codificaciones fundamentales. Están permeadas de reclamaciones y reivindicaciones que no generan derechos, pero si son fuente potencial de enfrentamientos.

En un reciente escrito en la edición virtual de la revista SEMANA el ex canciller, Julio Londoño Paredes – hoy en día dedicado a la academia – destaca que la constitución venezolana establecía que el territorio de Venezuela era el que correspondía a la Capitanía General de Venezuela, “con las modificaciones resultantes de los tratados celebrados válidamente por la República”. La norma fue modificada en la constitución de Chávez, cuyo artículo 10 agrega “con las modificaciones resultantes de los tratados…y laudos arbitrales no viciados de nulidad (subrayo).

Venezuela mantiene un alegato permanente contra el laudo arbitral con el Reino Unido que selló la frontera con lo que hoy es Guyana, al que tacha de nulo e írrito (Laudo de París,1899). Pese a que el interés en llevar esa contención a un recurso ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) es de Venezuela, al final resulta que Guyana fue la que utilizó un instrumento internacional firmado entre ambos países (Acuerdo de Ginebra, 1966) para demandar que la CJI se pronuncie sobre la validez del laudo.  La demanda ha sido admitida y habrá fallo de fondo, con o sin asistencia de Venezuela. Hay otra controversia envuelta en este proceso, porque la contención venezolana de nulidad del laudo por colusión de los árbitros envuelve la tesis de revisión de la frontera; mientras que Guyana sólo ha admitido conversaciones sobre el fallo, pero no sobre la frontera.

El fallo preliminar en este asunto ha reasentado un valioso precedente, cual es el de la competencia. Venezuela alegaba que el tratado de Ginebra de 1966 no le asigna al Secretario General de la ONU la competencia de elegir el medio de solución pacífica de controversias, tras el fracaso de todos los buenos oficios. La CIJ interpretó que el tratado si le asigna esa facultad, que de hecho el alto funcionario ejerció, eligiendo a La Haya como el medio para resolver la controversia. En este fallo preliminar quedaron definidas las reglas aplicables al ejercicio de interpretación de un tratado; y por añadidura, una vez más el máximo tribunal ha reafirmado su inclinación a negar las excepciones relativas a su incompetencia o falta de jurisdicción.

Aunque se supone que la mención a laudos no viciados de nulidad se refiere al arbitraje sobre la Guayana Esequiba, es evidente que también puede abarcar el laudo de 1891 con Colombia, que aunque se complementó con el tratado de 1941 y la demarcación sobre el terreno, siempre ha sido objeto de tachas en Venezuela. En no pocas obras editadas en la hermana República se dice que estando viciado sería nulo y de consiguiente habría que revisar el tratado de 1941 y la demarcación de la frontera en el sector de la Guajira. Estas amenazas lograron acongojar en su momento a nuestro embajador en Caracas, Francisco Urrutia Holguín, quien, con el secretario general de la cancillería, Vásquez Carrizosa, urdió en 1952 un intercambio de notas con el embajador venezolano en Bogotá en virtud del cual, con la firma del entonces canciller Uribe Holguín, Colombia “no objetó” la soberanía de Venezuela sobre los islotes de Los Monjes, que eran anexidad natural de la Guajira. Aunque el Consejo de Estado anuló la nota colombiana un ominoso silencio del lado colombiano ha convalidado por estoppel, preclusión o aquiescencia esa cesión de unas formaciones inhabitadas que hoy en día son la punta de lanza de Venezuela para expulsarnos del Golfo, aplicándonos por activa y por pasiva la extravagante figura de la costa seca:  que es derecho a la playa mas no al mar. Los Monjes, flequillo de la costa Guajira, fueron cedidos por un acto unilateral atolondrado e irreflexivo, y según dos mentes que participaron en su génesis, se trató de un sacrificio para echarle un candado a los intentos de revisión del tratado de límites de 1941.

Nuestras constituciones siempre han señalado que los límites con Venezuela son los definidos por el citado arbitraje de 1891 y el tratado de 1941, mientras las de Venezuela se han limitado a proclamar que su territorio es el que correspondía a la Capitanía General de Venezuela antes de 1810. Londoño Paredes destaca esta incongruencia; y, avizora sagazmente que en lo tocante a los arbitrajes no se especifica a quién corresponde definir aquello de que estén exentos o viciados de nulidad, quedando así abierta la amenaza de que sea la jurisdicción venezolana la que se arrogue la competencia para definir si un arbitraje que liga frente al derecho internacional a la nación está viciado de nulidad, para así desconocerlo, dando renacimiento a reclamaciones territoriales extinguidas. Por ese mismo derrotero también los tribunales venezolanos podrán arrogarse la competencia para dictaminar si los tratados de límites fueron “válidamente celebrados” por la República.

Un tratado, arbitraje o una sentencia judicial vincula a las partes en derecho internacional, y por ende sólo un fallo internacional puede declarar su eventual nulidad. El límite de las cartas políticas es el de la jurisdicción del Estado. Hasta ahí llega su brazo. Tanto la carta venezolana como la colombiana sólo contemplan tratados y laudos arbitrales para definir límites,  pero no puede olvidarse que ambos países están vinculados por instrumentos internacionales que prevén el recurso a la Corte Internacional de Justicia para definir controversias sobre puntos de derecho internacional, bien sea por simple entendimiento de que ese mecanismo es el último resorte al que llevan los principios y propósitos de la Carta de Naciones Unidas y de la Carta de la OEA, o bien porque en homenaje a los últimos votos del Libertador los gobiernos de Venezuela y Colombia celebraron en 1939 el Tratado de No Agresión, Conciliación y Arreglo Judicial, que puede ser invocado por cualquiera de las partes para resolver mediante recurso a la Corte Internacional de Justicia una determinada disputa.

Venezuela siempre ha sostenido que ese pacto excluye los asuntos que atañen a la independencia,  la integridad territorial o el interés vital. Aunque ello sea cierto, también lo es que el tratado de marras con gran inteligencia previó que esas mismas  excepciones  pueden ser objeto de proceso ante el máximo tribunal internacional, que tiene la competencia para dictaminar como cuestión previa si la controversia que le sea sometida cae en el campo de las excepciones. A simple vista puede verse que la delimitación marítima pendiente es uno de los asuntos insolutos que podría ser llevado a proceso ante la CIJ porque es asunto de derecho internacional que no  afecta en forma alguna la independencia ni la integridad territorial de nadie.

En   cuanto a lo del interés vital, resulta más bien lo contrario: una definición de las respectivas jurisdicciones y áreas marinas y submarinas es de interés vital para ambos países, que no pueden mantener en suspenso y sujeto a negociaciones eternas una operación de deslinde de los derechos que de conformidad con el derecho internacional moderno le corresponde a cada parte por la proyección de sus costas.

Por el mismo sendero de disposiciones exóticas hay que considerar el artículo 11 de la misma codificación del coronel Chávez, que dispone que la soberanía se ejerce “en los espacios continental e insular, lacustre y fluvial, mar territorial, áreas marinas interiores, históricas y vitales y las comprendidas dentro de las líneas de base rectas que ha adoptado o adopte la República; el suelo y subsuelo de éstos; el espacio aéreo continental, insular y marítimo y los recursos que en ellos se encuentran, incluidos los genéticos, los de las especies migratorias, sus productos derivados y los componentes intangibles que por causas naturales allí se hallen” (subrayo este concepto sui generis de “vitales”)

Mejor dicho, la soberanía se ejerce sobre suelo, subsuelo, aire y mar, por arriba y por abajo y hacia los costados. Incluyendo áreas vitales. ¿ Habrá alguna semejanza con el “Lebensraum” de Hitler?

Ahí no acaba la cosa. La misma  norma agrega: “El espacio insular comprende el archipiélago de Los Monjes, archipiélago de Las Aves, archipiélago de Los Roques, archipiélago de La Orchila, isla La Tortuga, isla La Blanquilla, archipiélago Los Hermanos, islas de Margarita, Cubagua y Coche, archipiélago de Los Frailes, isla La Sola, archipiélago de Los Testigos, isla de Patos e isla de Aves; y, además, las islas, islotes, cayos y bancos situados o que emerjan dentro del mar territorial, en el que cubre la plataforma continental o dentro de los límites de la zona económica exclusiva…” (subrayo).

A juzgar por este aparte, Venezuela proclama ejercer dominio sobre toda formación que emerja en aguas internacionales, que con las que cubren la plataforma submarina. Bajo las nuevas pretensiones que están mostrando los Estados, todo lo que clasifica vagarosamente  como isla genera, a su vez, mar territorial, plataforma y zona económica exclusiva. Con lo que en teoría todo el Caribe, con las Antillas Menores y las Mayores, incluyendo países independientes y  territorios insulares, serían como Estados o territorios reducidos a salvavidas, flotando en la inmensa jurisdicción de Venezuela. Aunque parezca broma, Chávez alguna vez sostuvo sin reato que Venezuela limitaba  directamente con la Florida.

Nosotros también hemos insertado en la Carta disposiciones tropicales que queremos invocar contra laudos arbitrales, como está ocurriendo ahora con la añagaza de que el fallo de la CIJ de 2012 en la disputa con Nicaragua es inaplicable porque la Carta no admite que los límites se modifiquen sino por tratados o laudos arbitrales. ¿Cuáles límites marítimos – que, valga la pena aclarar, no son frontera ni nada similar – modificó ese laudo, si no existían? Esa pregunta parece no importar.

La norma, además, tiene una redacción macarrónica. En su inciso tercero reza:

“Forman parte de Colombia, además del territorio continental, el archipiélago de San Andrés, Providencia, Santa Catalina y Malpelo, además de las islas, islotes, cayos, morros y bancos que le pertenecen. (subrayo) En suma,  le pertenecen a Colombia “las islas, islotes, cayos, morros y bancos que le pertenecen” Es prominente la redundancia: si las islas y demás le pertenecen ”¿para qué proclamar que le pertenece lo que le pertenece… sin que siquiera se sepa cuáles son tales islas, cayos, morros y bancos que le pertenecen, ni a título de qué le pertenecen: ¿uti possidetis de 1810, o porque son parte de San Andrés, o por anexidad, contigüidad,  accesorio? Agreguemos que al citar taxativamente unas formaciones que emergen en pleamar se dejaron por fuera otras que eventualmente puedan recibir otra denominación, como isleta, atolón. No era necesario ese listado taxativo y lo llamativo es que gramaticalmente ha de entenderse  que el sujeto al que “le pertenecen” tan indefinidas islas, islotes, cayos, morros y bancos, es Malpelo, que gramaticalmente formaría parte de un archipiélago de “San Andrés, Providencia, Santa Catalina y Malpelo”. No fuimos capaces de construir el Canal de Panamá; pero si logramos unir los mares y océanos en este artículo constitucional.

Agrega el artículo 101 que  también es parte de Colombia “el segmento de la órbita geoestacionaria”. Los satélites geoestacionarios permanecen fijos con respecto a la tierra. La órbita recorre los países ecuatoriales y por ello se han unido para reivindicar pretensiones que van desde la soberanía sobre el segmento que se proyecta sobre el respectivo territorio, hasta un surtido de derechos preferenciales, incluyendo el de otorgar permiso o licencia a los satélites que hagan uso de tal órbita.  El argumento es que es un recurso natural y que se agota. La sociedad internacional no le ha dado acogida al reclamo, pues considera el espacio ultraterrestre como cosa común, res communis. De modo que por ahora esta disposición constitucional sólo puede entenderse como una reclamación para que los países ecuatoriales gocen de una garantía de uso justo, equitativo y racional de los satélites que se ubiquen en el segmento de su respectiva órbita geoestacionaria. Ojalá Jeff Bezos nos comprenda y aporte lo que le corresponda.

Nicaragua también tiene su propia disposición salida de tono. Durante años su carta política rezaba que el territorio de Nicaragua comprende las islas y cayos adyacentes, el suelo y el subsuelo, el mar territorial, las plataformas continentales, los zócalos submarinos, el espacio aéreo y la estratosfera.”. (subrayo).

Constitucionalmente, Nicaragua considera la plataforma y el zócalo como  parte de su territorio, en dónde ejerce la plenitud de la jurisdicción exclusiva y excluyente, extendida a la columna aérea. Es un concepto desajustado que se contrapone al desarrollo del derecho internacional, que sólo reconoce que los Estados ribereños tienen derechos de explotación de recursos en su plataforma y en la zona económica exclusiva; pero jamás les ha reconocido que en esos espacios marítimos pueden ejercer mando territorial.

La norma nicaragüense fue modificada para ajustarla a las pretensiones contra Colombia. Ahora ya no habla de zócalo,  pero insiste en que la soberanía, jurisdicción y derechos de Nicaragua “se extienden a las islas, cayos y bancos adyacentes, así como a las aguas interiores, el mar territorial, la zona contigua, la plataforma continental, la zona económica exclusiva y el espacio aéreo correspondiente, de conformidad con la ley y las normas de Derecho Internacional”. Añade que  Nicaragua “únicamente reconoce obligaciones internacionales sobre su territorio que hayan sido libremente consentidas y de conformidad con la Constitución Política de la República y con las normas de Derecho Internacional. Asimismo, no acepta los tratados suscritos por otros países en los cuales Nicaragua no sea Parte Contratante”. Se trata de una de esas normas que tienen nombre propio: Nicaragua alega que el tratado de 1928 con Colombia tiene vicios del consentimiento. La CIJ desconoció el argumento. La advertencia adicional de que no reconoce tratados suscritos por otros países en los cuales no sea parte, es una regla de derecho internacional, porque un tratado no puede imponerle obligaciones a terceros, a menos que éstos consienten en ello.  Esto alude a los tratados que Colombia ha celebrado en el Caribe para delimitar espacios marítimos.

Al independizarnos,  la idea de los Fundadores era que fuéramos una sóla y poderosa nación, unida por la mixtura de sangre, la geografía, la historia y el idioma; y en todo caso, por un poco de todo lo anterior. Pero primaron los intereses personales y nos dividimos en muchas naciones que en sus respectivas constituciones han incrustado previsiones que chocan y se enfrentan unas con otras. El sistema interamericano se ha transformado así en un cuadrilátero para los combates entre constituciones y proclamas.

Bolivia en su carta política “declara su derecho irrenunciable e imprescriptible sobre el territorio que le dé acceso al Océano Pacífico y su espacio marítimo” y proclama: “la solución efectiva al diferendo marítimo a través de medios pacíficos y el ejercicio pleno de la soberanía sobre dicho territorio constituyen objetivos permanentes e irrenunciables del Estado boliviano».

No se queda atrás Guatemala, que incorporaba la Honduras Británica, hoy Belice, a su territorio. Hoy en día, tras una muy eficiente labor de la OEA denominada “facilitación” las negociaciones y discusiones han sido encauzadas hacia un medio de solución pacífica, el mejor: Guatemala presentó su memoria (demanda) ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya. Belice tiene hasta junio de 2022 para responder.

Una disposición transitoria de la constitución argentina de 1994 expresa: «La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional”.

A simple vista, pues,  es evidente que cada país puede hacer de su capa un sayo. Al derecho internacional esto le es indiferente. La constitución es la piedra angular de la construcción de un Estado. Es el alma de su sistema jurídico. Los Estados, sin embargo, son unidades políticas en el conjunto de la sociedad internacional, regida por principios y reglas cardinales proclamadas y aceptadas universalmente, por lo general codificadas y metodizadas en un racimo de tratados, normas consuetudinarias, prácticas y jurisprudencia internacional.  Las constituciones son norma de normas en cada país; pero su dimensión es nacional, no internacional. Invocar sus normas frente al derecho internacional no es más que necedad. Esa suerte de disposiciones no son más que proclamas, declaraciones, protestas o reivindicaciones que hacen los Estados para que en lo interno se tengan por esenciales y fundamentales; y para que en lo internacional se interpreten y tengan por protestas de derechos o reclamos. No como acciones susceptibles de conflictos internacionales.

Toda corte, por elevada su composición, es de seres humanos, y de humanos es errar. Por ahora no hemos diseñado otro sistema más apropiado para dirimir disputas que un fallo, que es el pronunciamiento de tipo imperativo o decisivo de una autoridad judicial o arbitral. Cuanto más enjundioso el tribunal, más justo y respetable; y si acaso, también equitativo, habrá de considerarse el pronunciamiento; y fallo, por falla que ostente, es de sagrado cumplimiento.

Los países en lugar de eludir su obligación de resolver en forma pronta y pacífica sus disputas deberían promover como norma de obligatorio cumplimiento, sin necesidad de compromiso previo, el recurso a un tribunal arbitral o judicial en todo evento en que un diferendo se prolongue más de lo necesario sin que pueda resolverse. Punto cuya definición debe quedar también en manos del mismo tribunal al que se acuda.

Reza un proverbio chino que ganar un proceso es adquirir una gallina y perder una vaca. Nosotros, al paso que vamos, no estamos ganando ninguna gallina y de nuevo perdemos la vaca.

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