Unidad Investigativa

Publicado el Alberto Donadio

El Canal de Suez y De Lesseps

Ahora cuando un buque bloquea el Canal de Suez, inaugurado en 1869 y una de las arterias vitales del comercio mundial, vale la pena releer la historia del constructor del canal, Ferdinand De Lesseps, tomada del majestuoso libro de David McCullough, Un camino entre dos mares: La creación del Canal de Panamá. Esta obra apareció en 1976.

Como se sabe el triunfo esplendoroso de De Lesseps en Egipto se convirtió luego en desastre cuando se le encomendó la construcción del Canal de Panamá.

Escribió David McCullough:

 

Contemplándola en retrospectiva, la vida de De Lesseps destaca como una de las más extraordinarias del siglo XIX, incluso sin tomar en cuenta la aventura de Panamá. El hecho de que entre todos los hombres de su tiempo haya sido él quien realizó «el milagro» en Suez es de por sí milagroso. Ahí estaba de repente. Aunque desde 1869 se le conoció como «El Gran Ingeniero», no era tal cosa. No tenía conocimientos técnicos ni experiencia en las finanzas. Sus dotes como administrador eran modestas. Cualquier tipo de rutina le aburría de inmediato.
El gran momento decisivo, el traumático acontecimiento personal del que iba a provenir tanta historia, llegó en 1849. Que sucediera precisamente ese año, el de la fiebre del oro, cuando Panamá resurgió de las sombras, parece una jugarreta del destino que ni siquiera un novelista de su época se habría atrevido a soñar.
La fuerza expedicionaria francesa enviada para someter a la República Romana recién creada por Mazzini y restaurar el dominio papal fue inesperadamente rechazada en Roma por Garibaldi. De Lesseps, que en esos momentos se encontraba en París, recibió la orden de partir de inmediato para resolver la crisis. «Guiado por las circunstancias», iba a complacer a todas las partes y lograr un arreglo pacífico. Con todas las miradas puestas en él, había hecho gala de la increíble resistencia y resolución que era capaz de reunir. Convencido de que podría tener éxito, estuvo a punto de lograrlo, sin darse cuenta, al parecer, de que su Gobierno lo estaba utilizando solo como un medio para ganar tiempo. Se acordó un alto el fuego temporal. Pero entonces llegaron los refuerzos franceses; Luis Napoleón, el nuevo «Príncipe-Presidente» de Francia, dio la orden y el ejército francés atacó.
Llamado a consultas de inmediato, De Lesseps fue reprendido públicamente ante la Asamblea por haberse excedido de sus instrucciones. Cuando Roma cayó ante el ejército francés, De Lesseps no tuvo más alternativa que renunciar. Corrieron rumores de que la tensión de la misión había sido excesiva y que había perdido temporalmente la razón.
Así pues, a los cuarenta y tres años, se quedó sin la carrera que sus antecedentes y sus dotes naturales le habían augurado y a la que se había entregado en cuerpo y alma. El futuro era una página en blanco. Tenía deudas. Nunca había experimentado el desprecio público. Sin embargo, hacia el exterior siguió siendo el hombre de siempre, ostentoso, seguro de sí mismo, madrugador y ocupado todo el día. Se mudó con su esposa y sus tres hijos jóvenes a un piso de la Rue Richepanse y durante los cinco años siguientes dividió su tiempo entre la ciudad de París y una finca campestre en el centro de Francia, un viejo castillo con torres en la provincia de Berri que había pertenecido a Agnès Sorel, la amante de Carlos VII. Conocido como La Chesnaye, había sido adquirido a instancias de De Lesseps por su suegra Madame Delamalle, que acababa de recibir una considerable herencia. La finca se encontraba cerca de la aldea de Vatan, en una llanura abierta de fértiles tierras dedicadas en su mayoría al cultivo del trigo, con un gran cinturón de bosque a unos kilómetros hacia el sur. La ambición de De Lesseps era crear allí una granja modelo, y se entregó de lleno al papel de caballero del campo.
Para ocupar su mente volvió a interesarse por el canal de Egipto, leyendo todo lo que caía en sus manos. Retomó el contacto con Prosper Enfantin, para quien el sueño egipcio seguía vigente. Este le proporcionó estudios y artículos de sus archivos con la idea de unir sus fuerzas. Sin embargo, De Lesseps no tenía tal intención. Había decidido que de allí en adelante su destino estaría en sus propias manos. Años atrás, cuando se encontraba en Egipto, Muhammad Alí le había aconsejado: «Mi querido De Lesseps […] cuando tienes algo importante que hacer, si sois dos, siempre sobrará uno».
Mientras tanto, otro sangriento giro político convulsionaba a Francia. El inverosímil «Príncipe-Presidente» provocó un golpe de Estado, se nombró dictador y proclamó el nacimiento del Segundo Imperio. Como emperador Napoleón III, anunció su propósito de guiar a Francia hacia una nueva era de progreso. «Tenemos campos inmensos que cultivar, carreteras que abrir, puertos que acondicionar, canales que cavar, ríos para hacerlos navegables y vías férreas que terminar.» Los sansimonianos se incluían entre sus partidarios más fervientes.
Napoleón III se rodeó de una corte brillante en las Tullerías, y en una soleada mañana de invierno se casó en Notre-Dame con la espectacular Eugenia de Montijo, mitad española y mitad escocesa, algo aventurera y prima lejana de Ferdinand de Lesseps. (La madre de este y la abuela de la emperatriz fueron hermanas.) Lo bastante joven como para ser hija de su primo Fernando, como lo llamaba en español, siempre había recurrido a él para solicitar consejos. Apreciaría sus opiniones de manera especial ante sus nuevas responsabilidades, escribió una semana antes de la boda.
Pocos meses después, en la primavera de 1853, Agathe Delamelle de Lesseps murió de escarlatina, y un hijo suyo, homónimo de su padre, falleció por la misma causa. De Lesseps buscó refugio en La Chesnaye y se entregó a proyectos rutinarios y sus estudios sobre el canal. La vida —escribió a su hijo mayor— exigía valor, resignación y confianza en la Providencia. Charles, muchacho de doce años amable y atento que estudiaba en París, se había convertido en una fuente de orgullo especial.
Entonces, cuando menos se esperaba, llegó la noticia de que el virrey que gobernada Egipto había sido asesinado por dos esclavos. De Lesseps se hallaba sobre un andamio, trabajando con unos albañiles en la reparación del viejo castillo, cuando llegó el cartero con el correo de París. «Los trabajadores se pasaron mis cartas y papeles de mano en mano. Imagínense mi asombro cuando leí la noticia de la muerte de Abbas-Bajá […]. Me apresuré a bajar del andamio y escribí de inmediato una carta de felicitación al nuevo virrey.» El nuevo virrey era Muhammad Said, con quien De Lesseps había entablado amistad años atrás, cuando no era más que un muchacho solitario, gordo y sin atractivos.
Muhammad Said, en cuyo honor De Lesseps dio el nombre a Port Said, se había convertido desde entonces en un hombre corpulento de mirada fiera, buen comedor y bebedor, y narrador jovial de «cuentos franceses», un gobernante al que le gustaba hacer que sus bajás avanzaran entre pólvora portando velas encendidas para poner a prueba su fortaleza. Pero, lo que es más importante, era conocido por sus impulsos, por lo cual De Lesseps no perdió tiempo para viajar a Egipto. Como bienvenida, Muhammad Said organizó unas maniobras en el desierto occidental con un ejército de diez mil hombres, a los que se unieron los beduinos de varias tribus y una banda militar. Esa era la clase de espectáculos que le encantaban a De Lesseps. Viajó a lo grande, con su tienda particular, muebles de caoba, ropa de cama de seda y hielo para el agua de beber.
En las páginas de su diario se percibe una euforia repentina, un gran sentimiento de liberación y aventura.
Se reunió con Said en el puesto de mando del desierto, a las afueras de Alejandría, el 13 de noviembre de 1854. Los dos estaban muy contentos. Said expresó su deseo de iniciar su régimen con alguna gran empresa. ¿Tenía Ferdinand alguna idea? Pero De Lesseps no dijo nada del canal; estaba a la espera de una señal, como explicó más tarde.
Por la noche observó el cielo del desierto. Antes del amanecer ya estaba de pie fuera de su tienda y pasó el día galopando kilómetros y kilómetros por el desierto montado en un magnífico caballo árabe. Pero a la mañana siguiente supo que el momento había llegado. Estaba de pie ante su tienda, envuelto en una bata roja, observándolo todo a su alrededor, como un jeque árabe. La descripción que sigue está tomada de su diario.

Los rayos del sol comenzaban a brillar en el horizonte por Oriente; en Occidente todavía estaba oscuro y cubierto por bruma. De repente apareció un arco iris de vivos colores cruzando el cielo de este a oeste. Debo admitir que sentí latir mi corazón con violencia […] porque ese signo de alianza […] me pareció el presagio de que había llegado el momento de la consumación de la unión entre Oriente y Occidente.

Antes del desayuno, cuando todo el mundo observaba, montó su caballo y saltó una alta muralla, un acto de imprudencia, afirma en su diario, pero «que propició después que el séquito del virrey diera la necesaria aprobación a mi plan. Los generales con quienes compartí el desayuno me felicitaron y señalaron que mi osadía había aumentado considerablemente la buena opinión que tenían de mí». Y así fue como se lanzó a la aventura del canal de Suez. Al final del día le presentó un borrador a Said, quien le hizo algunas preguntas y luego declaró el asunto decidido. Convocó a los miembros de su estado mayor para comunicarles la noticia. No se había mencionado la cuestión de los costes. Se diría que a ninguno de los dos les preocupaba que De Lesseps no tuviera ninguna experiencia relacionada con una empresa semejante, que no representara a ninguna organización poderosa, ni combinación de intereses, y que no gozara de ningún rango ni cargo, ni acceso a fuentes financieras.
Durante los siguientes quince años pareció que De Lesseps estaba en todas partes al mismo tiempo —Egipto, Londres, Constantinopla, París—, engatusando, adulando, convenciendo a monarcas y editores de periódicos, enviando interminables informes, dirigiendo los trabajos en el desierto, vigilando cada uno de los detalles, desoyendo muchas veces a sus consejeros técnicos, desafiando a los banqueros europeos y haciendo frente a la burla del primer ministro inglés, Palmerston, que lo calificaba de estafador y loco, y que no veía en el canal más que una estratagema de los franceses para lograr poder en el Mediterráneo.
El ingeniero Stephenson, constructor del puente de Britannia y miembro del Parlamento, se levantó de su escaño en la Cámara de los Comunes para declarar que el plan era descabellado. De Lesseps, cuyo inglés era desastroso y cuya experiencia como constructor había comenzado y terminado con las obras de restauración de La Chesnaye, colgó una bandera francesa en la ventana de su hotel en Piccadilly y se fue a viajar por Inglaterra, pronunciando más de ochenta discursos en un mes. «Aquel que no crea en el éxito jamás logrará nada», le gustaba afirmar.
Cuando los Rothschild pidieron un 5 por 100 por administrar la suscripción inicial de acciones, replicó que alquilaría una oficina y él recaudaría el dinero. «No lo lograrás», le advirtió el barón de Rothschild, viejo amigo suyo. «Ya lo veremos», repuso De Lesseps.
Aproximadamente la mitad del dinero había llegado de Francia (de veinticinco mil pequeños inversionistas), y el resto lo había aportado Muhammad Said. Cuando este murió en 1863, su sucesor, el jedive Ismail Bajá, fue todavía más espléndido, en tal grado que para 1869 había dejado a Egipto al borde de la bancarrota. En las últimas etapas se apresuró la obra gracias al trabajo de las enormes dragas de vapor diseñadas por los ingenieros franceses. Tampoco hay que despreciar la repetida influencia de la emperatriz y su fe en su brillante primo. No obstante, De Lesseps continuó siendo el espíritu impulsor, a decir verdad, algo nuevo bajo el sol, puesto que no tuvo igual en la historia. Fue —llegó a ser— el entrepreneur extraordinaire, con todas las características necesarias para el papel: el ánimo, la persistencia, la energía dinámica, el talento para la propaganda, la capacidad para hacer frente a las decepciones, la imaginación. Tenía algo de actor y la astucia y habilidad del mejor diplomático de su época.
No le interesaba hacer dinero, según manifestaba. «Voy a lograr algo sin buscar la conveniencia, sin procurar la ganancia personal», escribió con su letra rápida, firme y derecha. «Eso, gracias a Dios, me ha servido para conservar hasta hoy la visión clara y mi curso a salvo de las rocas.» En cualquier momento podría haber vendido sus concesiones y conseguir una fortuna, pero nunca lo hizo. La ambición que le impulsó desde el principio fue la de construir el canal «pour le bien de l’humanité» (por el bien de la humanidad).
«Lo consiguió por su perseverancia —recordaría un nieto suyo—. Era un hombre muy tenaz.» Julio Verne calificó aquella tenacidad de «genio de la voluntad». Pero De Lesseps hablaba de paciencia. «Espero con paciencia —escribió a un corresponsal en el último año de la obra—, una paciencia que te aseguro que requiere mayor fortaleza de carácter que la acción.»
En la mañana del día de la Gran Inauguración, el 17 de noviembre de 1869, las decenas de miles de personas que se apiñaban en ambas orillas del canal lo vieron pasar por delante. Radiante de salud, con el cabello casi blanco, iba de pie junto a la emperatriz en el puente del yate imperial Aigle. Ella llevaba un enorme sombrero de paja y ondeaba un pañuelo blanco.
El jedive Ismail no había reparado en gastos para la ceremonia inaugural. Envió seis mil invitaciones, comprometiéndose a pagar los gastos del viaje y los de la estancia. Para la ocasión se construyó el Teatro de la Ópera de El Cairo y se le encargó a Verdi la partitura de una nueva ópera espectacular, Aída[3]. También se importaron de Europa quinientos cocineros y mil camareros. Junto al lago Timsah, en la parte media del canal, se construyó toda la ciudad de Ismailía, se plantaron árboles, se acondicionaron hoteles y se edificó un palacio.
Detrás del Aigle navegaba una fragata austríaca que transportaba al emperador Francisco José, quien apareció vistiendo pantalones escarlata, túnica blanca y un sombrero de tres picos con una pluma verde. Había, además, dos corbetas austríacas, cinco acorazados británicos, un balandro de guerra ruso y varios vapores franceses, que formaban un total de cincuenta navíos. «El cielo era auténticamente egipcio —recordaría más tarde la emperatriz Eugenia—. Tenía una claridad encantadora y un resplandor de ensueño.»
Durante los ocho meses siguientes, hasta que estalló la guerra franco-prusiana, fue el héroe reinante en Europa. La emperatriz le otorgó la Gran Cruz de la Legión de Honor. El emperador alabó públicamente su perseverancia y su genio. En París se organizaron decenas de banquetes en su honor. Su nombre se mencionaba constantemente en los periódicos y su retrato aparecía en las revistas ilustradas. Y el hecho de que también contrajera matrimonio acabó de acaparar la atención del público.
La breve ceremonia privada se ofició en Ismailía, pocos días después de la inauguración del canal. La novia era una deslumbrante joven francesa de veinte años, hermosos ojos oscuros y gran vivacidad, llamada Louise Hélène Autard de Brogard, hija de un viejo y acaudalado amigo de De Lesseps y de una mujer tan hermosa como su hija que en su juventud había servido de inspiración para un soneto de Baudelaire. Louise Hélène creció en la isla Mauricio, en el océano Índico, donde su familia (hugonotes) poseía vastas plantaciones. Según el relato tradicional, cuando ella y Ferdinand se encontraron en uno de los «lunes» de la emperatriz, surgió un amor a primera vista. Este segundo matrimonio iba a producir nada menos que doce hijos —seis mujeres y seis hombres—, lo que en diversos círculos se consideraba una proeza más notable que la del canal.
Palmerston ya estaba en la tumba. En Londres, pocos días después de la gran recepción del Crystal Palace, el primer ministro Gladstone informó al héroe de Suez de que Su Majestad le había concedido la Gran Cruz de la Estrella de la India.
Pocos hombres han sido tan reivindicados o ensalzados en vida.

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