Ellos alucinan con la guerra, nosotras la padecemos. Ellos destruyen el mundo, a nosotras nos queda volver a tejer la cesta de la vida y la esperanza. Ellos se preparan para matar en nombre de la defensa o de la resistencia, de la “seguridad”, de alguna divinidad o ideología o del mercado; todo esto es tan perverso, irónico y cínico al mismo tiempo.

Algo está mal en el mundo cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las declaraciones de derechos humanos regionales, el denominado Derecho Internacional Humanitario, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, múltiples reconocimientos, convenios y tratados, la Corte Penal Internacional y diversos sistemas mundiales y regionales de protección, quedan inermes y pisoteados ante la soberbia de la guerra. ¿Será que también llevan su marca patriarcal y militar por dentro?

¿Cómo controlar los impulsos de los señores de la guerra? Ahora mismo, en el caso del conflicto entre Israel y Palestina, no sorprende el veto de los Estados Unidos a la resolución de la ONU que clamaba lógicas humanitarias, protección de civiles, cese de las hostilidades entre Israel y Hamás, creación de un corredor humanitario, ingreso de ayuda humanitaria y un diálogo para la resolución de la violenta y cruel confrontación. Cabe recordar que tanto Netanyahu como Biden se encuentran en la cuerda floja del poder, sin haber logrado aún consolidar un mandato claro de sus pueblos para mantenerse a futuro –qué mejor que una guerra para perfilarse como los redentores de los buenos…

Entonces, los pecados del patriarcado y la testosterona cunden:  la avaricia desatada en un mercado sin control, alma y corazón verde, el poder sin límite, el macabro y rentable negocio de las armas, y la violencia como la primera instancia de resolución ante cualquier conflicto.  Recordemos la pandemia para ver las empresas haciendo negocios con la vacuna, algo incontrolable. Miles morían por no poder acceder a la magia contracovid, apropiada por el mercado de la muerte.  Ahora mismo, ver las imágenes de la guerra, tres o cuatro señores jugando a la guerra, pero también la impotencia de todos los Estados, organismos e instrumentos internacionales para controlarla. ¿Algo más inmoral que esto?, ¿algo más antiderechos?

El desastre ya está y seguirá más dantesco. Luego del escenario militar patriarcal, quizás en años, décadas o siglos, herederos de los mismos cuerpos masculinos se sentarán en la mesa de la negociación. El cierre del circo de las armas nuevamente estará cifrado en las plumas de ellos, los mismos alucinados por la guerra. Poco ha calado y calará en este escenario, eso de que  “sin mujeres no habrá paz” (Resolución No 1325 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas). Valiente gracia, esa frase poco le importa al mundo de la testosterona.

En estas condiciones, para nosotras un calificativo toma la mayor relevancia. O mejor, un apellido más de los del feminismo. Feminismo, ¡sí!, pero un feminismo también ‘antimilitarista’ o ‘antiguerra’, porque si se trata de atacar violencias, esta es una de las tantas que hay que enfrentar.  Y es que el militarismo, tan de la mano de la guerra, ha sido engendrado por ellos, sostenido y reciclado. Ellos tienen puestos los lentes de violencia para resolver los problemas del mundo.  

Si algo nos legó el informe de la Comisión de la Verdad de Colombia, fue el entendimiento de la íntima relación entre la guerra y el sistema patriarcal, caracterizado en principio por un contínuum de violencias sin fin, recrudecidas por el machismo, el sexismo y la eterna situación de subordinación y de discriminación estructural histórica en la que están inmersas las mujeres. Toda una relación de la guerra con las armas, la violencia y la masculinidad guerrera. Un tema agravado por el componente conservador que encarna la doctrina militar.

Por esto y más, el feminismo, entre muchos otros apellidos, ha agregado a su listado el de antimilitar. Una apuesta moral que implica toda una transformación del concepto de seguridad y resistencia. Tal como lo dice el informe de la Comisión de la Verdad: una seguridad entendida más como la construcción de la cesta de la vida, del cuidado del otro, del cuidado de todos y del cuidado de la Casa Grande. Una resistencia que no asuma las mismas formas violentas del patriarcado. Tremenda utopía en un mundo gobernado por hombres alucinados por las armas, el poder, el mercado y la guerra.

Nota. Siempre agradecimiento a la juiciosa revisión y comentarios de Margarita Suárez Mantilla

 

 

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