Umpalá

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El día del alumno

En el 2003 yo acababa de terminar mis estudios de ingeniero. Como había hecho la tesis para Ecopetrol, la compañía estatal era un poco mi destino natural. Había pasado la prueba psicotécnica ( eso habla mal de las pruebas psicotécnicas) y me habían llamado a una entrevista. Tras la cual habría otra. El proceso era largo y por esa historia del pan y el sudor de la frente yo necesitaba trabajar. Mi maestro-gurú-tutor-senseí de literatura, Hernando Motato, supo que buscaban un profesor de Español en el Instituto Caldas. De allí habían salido mi hermana, mi tía, un par de primas y algunos compañeros de borrachera pero él no lo sabía.
Sabía en cambio que fue el primer colegio de Bucaramanga en el que habían dejado que los estudiantes llevaran piercing y pelo largo.
Yo tenía el pelo largo en ese entonces.
(suspiro)
“Puede servirle mientras sale lo de Ecopetrol” dijo y yo dije “Mientras tanto. Prof’ despañol, why not?”
Cuando la rectora me entrevistó, dijo que yo no servía para profesor de español, pero que siempre había creído que un profesor de literatura, no de español Y literatura, era necesario.
En las dos cosas, doña Luthing Ocaziones, era visionaria.
“Tiene carta blanca. Haga lo que quiera con tal de que lean”.

Mi primer curso fue un Cuarto Primaria. Había un cierto, Bill Álvarez, que hacía ruidos de marrano.

Eso recuerdo.
KILL BILL

La siguiente clase les llevé “Instrucciones para llorar” de Cortázar. Una de las cinco María Alejandras del curso hizo tan bien el esfuerzo que lloró atacada de verdad. En el otro quinto, los montadores del curso le pegaron al que mejor siguió las instrucciones.
Por llorón.

Así comenzaron los dos años en el mejor trabajo que he tenido en la vida.

Porque a pesar de los llantos de verdad, la cosa había funcionado. Los niños habían entendido que por un libro se puede llorar.

Al principio tuve los cuartos y quintos primaria las María Alejandras y Bill, además de un Taller de Escritura con alumnos de 8 a 11 donde la mayoría se había inscrito porque no había más cupo en los talleres de deportes o eso decían. Yo supe que era mentira el día que Manuel R. , de octavo, me mostró sus cuentos. Eran sangrientos. Escritos con las tripas y llenos de tripas. Le presté una antología de jóvenes autores italianos del “horror extremo” , que no sé si me devolvió pero estoy seguro de que la leyó. Les regalé unas fotocopias de Opio en las Nubes y luego supe que gente “ajena” al taller las estaba leyendo.

La clase de literatura estaba funcionando, al cabo de unos meses, la rectora decidió robar una hora de español a cada curso. De cuarto primaria hasta undécimo.

A los de cuarto los puse a hacer en plastilina los animales fantásticos de Borges. Tenía la certeza de que alguien que lee Borges a los nueve años ya está perdido para el mundo.
Como en décimo había metaleros (Carlos D. y Ángela A. y Joya por ejemplo) y “freaks” (Henry y Ruca y Silvia y la otra Silvia) y como yo mismo lo había sido (freak y metalero) pude despertarlos con las Letanías de Satán de Baudelaire, repitiendo en coro “Oh, Satán, ten piedad de mi larga misería”. Para la apatía de noveno, digamos de Gonzalo J., tuve que recurrir a fragmentos de Sexus de Henry Miller.
“Profe’ ¿Entonces en literatura se puede usar la palabra ‘coño?”
¿Qué carajos les habían enseñado entonces hasta entonces?
Como profesor de literatura tuve que pelear con las editoriales que quieren imponer a toda costa un plan lector no siempre erado pero siempre punta de criterios comerciales, con el profesor de educación física que tenía ínfulas de militar y con algunos militares que pasaron por allí para una charla de reclutamiento.
“Yo quiero ir” dijo Catalina R. “Yo sueño con entrar en la Armada”
Como profesor de literatura tuve que pelear con la coordinadora de disciplina que no entendía que si íbamos a escribir poesía lo mismo daba tener las patas en el piso o sobre el pupitre; con el coordinador de disciplina que no entendía que yo no podía pedirle a mis estudiantes que se pusieran correa si a mí también se me escurrían los pantalones y con algún padre que se quejó de que su hijo escribiera cuentos llenos de sexo y heroína.
Hay padres de familia que se quejan por nada.
Pero para recordar los conflictos y las trasnochadas monumentales tengo que hacer un esfuerzo. En cambio lo que salió bien me viene tan rápido que no doy para ordenarlo. En dos años reciclamos la basura del colegio para construir las naves especiales de los cuentos de Bradbury, volvimos varias clases una tertulia (yo llevaba el café en un termito porque la greca de la sala de profesores no me la prestaban pa’ esas cosas), inventamos finales diferentes para los cuentos de Poe, leímos a Pizarnik, copiamos a Pizarnik, hicimos poemas que se parecen a los de Pizarnik, leímos a Caicedo, copiamos a Caicedo, hicimos cuentos que se parecen a los de Caicedo (Si en el colegio uno no se siente como Pizarnilk o Caicedo uno es una persona normal, qué asco). Armamos veladas de poesía que iban de unas bellezas de poemitas en rima a vainas de lo más gore, publicamos un libro, me robé varios estudiantes para el Taller al que asistía en la Universidad (y uno de ellos se rumbió a mis amigas que tenían veinte y eran entonces “veteranas”), inventamos nuevas muertes para Gómez Jattin, fuimos a mercados y cementerios después de clase para entender que un periódico escolar no tiene gracia si es sólo para contar lo que pasa en el colegio, algunos estudiantes me pasaban sus textos, no los de la clase, otros, los que hacían luego del colegio (allí donde empezaba la vida), otros me decían que querían matar a los papás pero que no querían decirlo a la psicóloga. Vimos películas de Chaplin y a todos les gustaron y no nos perdimos una feria del libro.
Hicimos también “Romeo y Julieta”. Juan Sebastián hizo de Julieta.
Y escribían sobre eso. Escribían sobre todo.

Decir que me iba fue jodidísimo.

Lo último que hicimos fue un festival de teatro. En el cartel una docena de obras, entre ellas Don Quijote, Hamlet y Macbeth. Para el final de Edipo Rey, David, de octavo, tiró en el escenario dos pelotas de ping-pong ensangrentadas. Fue su propia idea y nadie sabia de ese efecto especial.

Yo siempre he querido ser actor” dijo.

 En ese Festival de Teatro, Gonzalo J. quiso hacer el papel de Hamlet, pero por organización de los ensayos, ese papel lo hizo Henry y a él le tocó Quijote.

Tres semanas después en una izada de bandera, volvió a utilizar la palabra quijote o quijotesco, no me acuerdo.

Y hablaba de mí, que me iba.

Yo no sabía de ese homenaje en mi último día como profesor. No sabía que ese día iba a tener al menos doscientas cartas de despedida sobre mi escritorio y ahora mientras escribo estas cosas que he contado tantas veces aún se me aguán los ojos. Una metáfora, un lugar común que no les habría perdonado.

Manuel R. es abogado, no sé si escribe aún, puede que lea. Carlos A. escribe crónicas muy bien hechas para el diario ADN , Juan Sebastián L. ha ganado concursos nacionales de cuento, también es abogado y hace carrera como trotamundos. Juan Pablo C. es realizador audiovisual y varios otros también ha trabajado detrás de cámaras. Diana X.F., que nunca hizo nada en clase, creo, me dijo que esperaba que por culpa del curso de literatura, el día que nos encontráramos hablaríamos de otra cosa que de hijos y televisión. Sergio M. estudió filosofía. Catalina R. nunca fue a la armada; en lugar de eso se graduó de periodista. Uno de los hermanos Hernández pasó por París, fuimos a la tumba de Napoleón y luego a averiguar un violín. Cuando Angélica Z. y Diana M. pasaron por París, visitamos la tumba de Cortázar. El de las instrucciones para llorar.  Angélica Z. estudió cine y es reizquierdista y Diana M., estudió cine y tiene una pastelería, que son dos lindas maneras de vivir.

Por Facebook veo los pasos de los hermanos Naranjo y de los hermanos Bernal y de Ana M. y a Daniel V. y a María Teresa C. y de las María Alejandras y no sé que habrá sido de Paulo ni de Ferrer o Corzo o los gemelos o Pedrito ni de Pamplona ni de Constantino ni de Sandra V. y sus comadres Laura y Viviana y ni de Lucero ni de Vlacho, que pobrecito se parecía a mí. No sé en dónde andarán Sara A. y Sharoon P. ni los hermanos Sabogal o Charlie P.  , ni Ruben A.  ni he sabido de  de Erika P. y Juan S. (que escribían eran hijos de escritores) pero sospecho que de toda esa lista algunos siguen escribiendo y estoy convencido que algunos leen con más juicio de lo que lo hago yo.

¿Qué habrá sido de Bill?

Yo no sé si lo que escribo toca algunas vidas y casi estoy seguro de que no, pero sé que no hice tan mal ese papel de eslabón, de pasar lo que leí en la casa y aprendí de Clodomiro Silva Pinto y Marcial Reyes y Guillermo Rozo Pachón a todos esos Sebastianes y María Alejandras.

Transporté algunos libros de una cabeza a otra, ya con esa trascendencia me sobra, ya con ese reconocimiento basta.

 Borges decía, o dicen que decía, que prefería que otros se enorgullecerían de los libros que él había escrito, que le bastaba estar orgulloso de los que había leído. En el día del profesor me pasa lo mismo (¿Pero al revés?). Que otros reciban las felicitaciones por lo profesores que son: yo me enorgullezco de los alumnos que tuve.

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