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Coronavirus: Cartas desde París en cuarentena. Día 04

Todo objeto son todos los objetos.

No se en que momento nos olvidamos de eso pero es que claro que de niños lo sabíamos. Día 4. La noche fue larga, llena de miedos sin fundamento. No tanto del mundo afuera, sino e que algo llegue a pasar adentro cuando todo tiene que estar en pausa.  Uno cree que puede agauantar. Dos. Tres. Cinco semanas.

¿Pero y si hay una fuga de agua?

¿Si se va al luz?

¿Si se daña la nevera?

Dejo el teleéfono en modo avión al despertarme.

Media hora de yoga via Skype con Nadia en Burdeos.

Yo haciendo yoga, ya no soy tan punk.

Mi espalda va mejor. Tal vez si en lugar del yoga le hiciera al cabeceo y al pogo igual mejoraría, pero ver a Nadia al otro lado del pantalla me obliga a no mirar las noticias antes del primer café.

Cuando me asomo a la ventana para tomar el café imagino que en cada ventana hay alguien y será un gran desayuno a distancia, pero no nadie sale. El día esta gris. Leonardo se asoma a pedir desayuno.

Tenemos un afiche de nirvana en el balcón y le explico a Leonardo quienes eran. No menciono que el baterista formó otra banda, los Foo Fighters, porque ya la situación es suficientemente dura.

Mis planes para el día son: terminar el libro de la película Woman, terminar la antología de poemas de Cohen, leer la carta de Amber desde Suecia que hace dos días espera en un sobre y que aún no abro porque sé que en algún momento necesitaré más que ahora la alegría que me dará. Leer lo que está escribiendo Valentina Viettro en su casa de Rognes sobre estos días.  Escribir los capítulos finales de mi novela sobre la violencia en Colombia, el Uribismo, Politkovskaïa ( y el fetichismo de las botas de cuero) que no se si llamar «La Muerte del Señor Ruiz», escribir un cuento sobre un soldado que enloquece en Serbia, un texto en el que decreto la desobediencia total a la RAE y otro en el que ahondo en los problemas musicales del Poliamor.

Leonardo quiere jugar al supermercado.

El juego es simple. Primero él vende y yo compro. Luego yo compro y él vende. Se puede pagar con unos billetes de 50.000 Bolívares que alguien me regaló porque tenía en mis proyectos ir a Venezuela y comprar un lapiz o con una tarjeta del metro de Madrid, que otro alguien me dejó porque tenía entre mis proyectos un viaje a España.

Yo no creo que el turismo vuelva a existir. No sé si volveremos a viajar por otra razón que ver a los amigos, a la familia y a los amores.

Leonardo tiene tres años y medio. En tres años y medio hemos jugado mucho pero siempre hay una razón para dejar de jugar. Él debe ir a la escuela. O yo al trabajo. O hay que comer. O hay que dormir. O bañarse. O salir al supermercado.

Ya no. Jugamos decenas de veces. Tanto que el día es menos gris. Tanto que veo una flor nueva en el balcón. Tanto que la gente se asoma a la ventanas, todos en sudadera o pijama.  Como si fuera domingo.

«En lo que a mí respecta cada día es una mañana de domingo»

Kurt Cobain, 1967-1994.

No le digas que existe Foo Fighters. Manten la inocencia.

Leonardo tiene tres años y medio y por primera vez podemos jugar hasta que ÉL quiera dejar de jugar.  Porque no hay nada después del juego. No hay citas. No hay urgencias.

¿Ya hicieron el ejercicio de borrar todo lo que tenían programado en sus agendas en las próximas cinco o seis semanas?

Las agendas han sido anuladas.

Cuando jugamos la primera vez, la caja del supermercado es una silla; luego la caja es una vaca de palo con ruedas que ya le queda pequeña; las cebollas son cebollas; pero luego huevos. Un sombrero de pirata es un sombrero de panadero, pero luego es la corona de Frozen (¿Elsa alguna vez uso corona?); un trapeador es un bastón, el bastón de Charles Chaplin.

«Tata, mira, la casa de Chaplin» dice Leonardo señalando por la ventana.

En un jardín hay una casita de madera, de esas donde guardan las herramientas. Para Leonardo, ahí vive Chaplin y lo llama gritando.

Chaplin no sale.

«Macron le dijo que no puede salir» concluye Leonardo.

Más tarde un tapete es la casa de Chaplin. Los dos nos metemos debajo. Leonardo dice que él es Chaplin y yo soy el bebé que Chaplin encontró en The Kid.

Nunca había visto esa película. Tiene 99 años. Quiero pensar que en el 2021 podremos celebrar su centenario. Leonardo tiene tres años y yo cuarenta y uno y nos reímos juntos viéndola.

Más tarde Leonardo la veía con mi compañera, su mamá, y se puso a llorar cuando a Chaplin lo separan del niño. Yo tiré el teléfono en el que escribía un mail de trabajo para ponerme a llorar también.

No lloré mucho.Salimos al balcón otra vez. El sol pega duro. Chaplin aún no sale de su casa.

El balcón uno está entre dos Anas. Ana mi compañera y Ana la vecina del balcón del lado. Haré una nueva referencia a Frozen . Leonardo no entiende por qué conoce tantas Anas y ninguna Elsa.

Ana, la de adentro, tiene angustia de salir. Le parece que al salir habrá una patrulla de policía en cada esquina. Tiene miedo que afuera sea como El Cuento de la Sirvienta.

Ana, la del balcón, evita asomarse. Veo a través de la reja que nos separa el humo de su cigarillo y los dedos de sus pies.

Hay un vaso lleno de colillas.

 

Cinco de la tarde. Uno espera excelentes noticias de Italia, pero no son tan menos malas como las de los otros días.

Ocho de la noche. La gente vuelve a aplaudir en los balcones. Conforme pasen los días, cada vez habrá más sol a las ocho.

Día cuatro. Comprobar que Leonardo entiende a Chaplin. Ver a Ana regresar tranquila a la casa porque no hay patrullas en las calles.

 

Pasar el resto de la velada a enviar decenas y decenas de mensaje de audio y voz y texto a quienes uno quiere. Saber que por una vez estamos en esto todos. Todas. Que la angustia ya no la llevamos sola sino entre todos, pero lo mismo pasa con la esperanza.

Hablar. Redescubrir que se habla.

 

Poder jugar hasta el cansancio porque no hay nada qué hacer después, porque las agendas han sido canceladas.

Si el fin del mundo hubiera sido con un asteroide y así de una como muestran en las películas, nos hubiéramos perdido todo esto.

 

 

 

 

 

 

 

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