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Coronavirus: Cartas desde París en cuarentena: Día 01

Desde hace tres años trabajo varias veces por semana (como freelance, claro) en una oficina en el piso 14 de la Torre Montparnasse.  La vista me fascinó siempre, pero me fascinaba menos con el tiempo. Es el problema de lo cotidiano.  El domingo, después de cubrir las elecciones  municipales que el presidente Emmanuel Macron no quiso suspender, la tarde parecía larguísima y el sol anunciaba esa primavera que uno espera tanto y que este año será tan rara. Fui el último en salir. Apagué una tras otra las tres pantallas donde vemos lo que va pasando en el mundo. Lo que va pasando en el mundo es el Coronavirus.

 

La ciudad está afuera. Las calles no están vacías y me dicen que la gente ha llenado los parques, como si el Coronavirus fuera un grupo terrorista al que hay que demostrarle que tenemos que seguir viviendo como si nada.  La idea primera es cómo se verá esta ciudad desde aquí en unos días. Pero la percepción del tiempo ha cambiado. Las cosas no pasan más poco a poco. Nada cambia en unos días, sino al día siguiente.

Pero no adentro. No de este lado de la ventana. Cuando cierre la puerta, aquí ya no pasará nada más.  ¿Cómo se verán en quince días, en dos meses, esos papeles con apuntes sobre el escritorio? ¿Cómo esas tasas de café a medio terminar?

¿Vamos a celebrar el regreso?

Yo imagino las celebraciones. El final de esto. Jugar con los niños en el parque en la mañana, verse con los amigos en la tarde, orgías en las noches cortas del verano.

Música.

En Italia la gente canta en los balcones.  Acá nadie sabe qué canción vamos a cantar.

 

 

Salgo de la Torre Montparnasse. Desamarró la bicicleta. No sé qué compras hacer.

Recibo un par de mensajes de N.

N. se divorció hace poco y sacó un estudio en París. (Acá, como todo es pequeño, a dieciocho metros cuadrados los llaman «estudio»). Hace dos días viajó a la ciudad donde aún vive su pareja para realizar un taller de danza.  Imaginando lo que sabemos todos: que en cuestión de días no será posible viajar más,  me dijo que no volverá por ahora. Que en su estudio había comida y que no quería que se perdiera.

Que desocupara la nevera.

Que si porfa’ podia regar las matas.

Al abrir la puerta estaban sus vestidos colgados. Algún rastro de su olor. Una cama mal tendida. Entrar en el espacio privado de alguien siempre me ha fascinado. Puedo pasar horas mirando cada objeto en los estantes, cada cuadro, la posición del cepillo de dientes, la marca del café. Puedo quedarme horas pensando en ese infinito misterio que es la cotidianidad de los otros.

Pero esta vez sólo vacié la nevera y regué las matas.

Todo acto puede ejecutarse por última vez. Yo sabía que nadie regaría esas plantas en las próximas semanas, que el acto de regarlas era inútil porque de todas maneras se iban a morir antes de que alguien pudiera volver a pasar.

Es noche de domingo. En esta ciudad de extranjeros que es París, el que puede irse se va. Miles de apartamentos se quedaran solos esta noche y nadie sabe cuándo alguien volverá a atravesar esas puertas.

Al llegar a la casa bañé a Leonardo. No se baña todas las noches, pero siempre se baña los domingos, porque al día siguiente hay escuela.

No hay escuela mañana, pero sigue siendo domingo.

Al domingo le sigue el lunes, pero ya ni de eso uno está seguro.

 

 

 

 

 

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