En mayo del año pasado, Miguel, Fabián, Chucho, Yonefe y yo pedimos otra ronda de cerveza sentados en una tienda frente a la Universidad Nacional. Salíamos de la Feria del Libro y, valga la redundancia, habíamos tomado. Hablábamos pestes de Santos. Hablábamos de porros y creo que hablábamos de Cuba. En la mesa del lado estaban sentados dos mujeres y un hombre con corte militar. No un soldado, tal vez un suboficial, que nos miraba rayado.
“Al fin y al cabo, Colombia es una dictadura” dijo Miguel y acabó de un solo sorbo su Club Colombia.
Yo dije que no, que a pesar de todo, Colombia no era una dictadura. La prueba era que estábamos hablando pestes de los militares y la patria y la iglesia en ese tono eufórico de los borrachos y a pesar de que nos escuchaban, a la mañana siguiente no habría una bota militar rompiéndonos la puerta de la casa antes de rompernos la cara.
Esa es la diferencia.
No es que en Colombia los militares y policías no rompan caras (a Miguel los del ESMAD se la rompieron una vez por tener en su billetera un carnet de la UIS) sino porque aún no tienen la libertad absoluta para hacerlo. En ese absoluta se define todo.
Muchos de quienes me recriminan porque voy a votar por Santos (haciendo mueca de nauseas como los franceses de izquierda que en el 2002 votaron por Chirac para salvar al país del ultraderechista Jean-Marie Le Pen) me han recordado por ejemplo, la actitud del actual presidente frente al Paro Agrario. Tienen razón, Santos fue cobarde, arrogante y violento al enviar a la policía a desbaratar las marchas a punta de gases y bolillos.
Pero con Uribe en el poder ni siquiera habría habido Paro. Ni consolidación de la Marcha Patriótica. Ni Plazas llenas para protestar contra la destitución de Petro. Primero porque a los líderes los hubieran asesinado antes de que tuvieran tiempo de organizarse y segundo porque nadie se habría atrevido a salir: es duro enfrentarse a los gases, pero imposible a las ráfagas.
Y Uribe es hombre de ráfagas y con Uribe los colombianos se creyeron cada vez el cuento de que a la gente se la puede callar a bala.
Colombia no es una dictadura, pero estuvo cerca de serlo. Uribe cambió la Constitución para quedarse en el poder cuatro años e intento repetir la jugada para no soltarlo más. La consecuencia es que durante todo su mandato, y en particular durante su segundo periodo, se sentía el miedo. La gente no hablaba de política en los taxis, había que ser “prudentes” en las redes sociales y si algo se decía contra Uribe, llovían insultos y amenazas. Algunas de uribistas alborotados, otras- que daban más miedo- de anónimos convencidos. Unos y otros se sentían respaldados, como si no fuera grave atacar a alguien que apenas está armado de cierta revoltosidad ingenua y un teclado de computador.
De la dictadura nos salvaron el fracaso del referendo uribista, la lucidez de la Corte Constitucional y la feliz traición de Santos a los “ideales” que defendió con pasión como subalterno de Uribe.
Esta vez Uribe no tomó riesgos. Para evitarse otro Santos, que luego de ensuciarse las manos junto a él quisiera ensuciárselas solito, todo, escogió un tipo dócil, sumiso, un híbrido entre el Conde Pátula y el Conde Contar. Si ese hombrecillo llega a la presidencia, en un país donde el presidente tiene mucho más poder del que debería tener, Zuluaga no será más que quien pondrá su firma para dar forma legal a la voluntad de Uribe. El testaferro de testaferros. El sumun (¿o sumum?¿Cómo se dice?)de la testaferrudez.
No, yo no apruebo la gestión de Santos que además tiene el defecto imperdonable de nunca haber pertenecido al pueblo que gobierna. No le creo el cuento de la paz porque la paz, más que a punta de diálogos, se logra a punta de reformas sociales que si Santos quisiera ya habría podido iniciar. Sí, yo considero que Santos es un estorbo para el progreso social del país, un enorme obstáculo que habrá que rodear para seguir adelante.
Uribe es peor, es la certeza de un retroceso, de que Colombia va a perder lo que se ha avanzado en términos de reconciliación, de derechos humanos, de reconocimiento de las minorías, de educación y hasta de espacios para la izquierda, la disolución de esa Constitución consensual y pluralista del 91 para regresar a los principios arcaicos, machistas, clasistas, camanduleros y represivos que rigieron el país durante más de un siglo y que están consignados en esa Cosntitución conservadora de de 1886, que a Uribe le gusta tanto.
Yo no aspiro a convencer a los votantes de Zuribe con este texto. Con ellos no hay cómo, pero quiénes votan en blanco o se abstienen son en su mayoría personas conscientes y creo que se les puede pedir algo de pragmatismo: No importa cuánto nos empute esa dicotomía, no importa cuánto hubiéramos querido una opción que nos diera la ilusión de festejar, el próximo presidente será o Santos o Zuluaga. Nadie más. Y según las encuestas, la diferencia es mínima.
Yo prefiero un presidente de derecha que un dictador potencial.
Con Santos presidente, el 7 de agosto siguen todas las luchas: la de los indígenas, la los LBGTI, la de los que piensan que una reforma agraria radical es una urgencia, las de que se oponen a la locomotora minera que nos está aplastando. Con Uribe en el poder, muchas personas preferirán la prudencia y las luchas que no se acaben por miedo, las acabarán a punta de cárcel y plomo. Quienes votarán en blanco el próximo domingo dirán con el tiempo que sí, que con Santos estaríamos en la mierda, pero al menos con la posibilidad de nadar para salirnos, que en las próximas elecciones votarán por el menos peor para que el más peor (que será de nuevo Uribe) no vuelva a ganar.
Pero con Uribe en el poder quién sabe, puede que las elecciones del próximo domingo sean las últimas en mucho mucho tiempo.