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Cartas desde París en cuarentena. Día 33

Día 33

Abril 16

Mi madre dice que de pequeño yo soñaba con ir a Australia. Lo supongo cierto porque sus recuerdos sobre mi infancia son más precisos que los míos.

Ahora sé que a Australia no iré nunca.

Debía tener 13 años esa noche en la que volví a la casa a la hora en la que me habían dicho que tenía que regresar sólo para pedir que me dejaran salir otra vez y se armó una discusión  (de esas raras porque mi mamá tuvo toda la paciencia del mundo con ese adolescente mechudo que fui) en la que ella terminó diciéndome que hiciera lo que se me diera la gana.

Yo dije “Bueno” y di media vuelta y regresé al día siguiente.

En retrospectiva mi mamá solía tener razón. Pero esa fue mi victoria.

Nunca dejé de irme. A Bogotá y luego a USA y luego a Francia y a Rumania y a Irak .

A Australia no. Ya pa’ qué.

Yo que fui un mochilero, que entre tantos objetos fetiches no tenía uno más importante que el morral que me regaló mi tía Patricia hace veinte años y que he arrastrado por medio mundo.

Ahora me digo que tal vez no tiene sentido ir tan lejos.

Un poquito lejos no má.

Eso venía desde antes. Por un lado me había ido convenciendo que el viaje en sí, y qué pena con los místicos, no tiene propiedades mágicas. Viajar por viajar no te enseña nada. No te abre al mundo. No te convierte en aquel, aquella, que sabe amar al prójimo.

No siempre.

Hay tantos trotamundos de lujo y de mochila que no han entendido que las revelaciones están a dos pasos. Que llenaron el pasaporte de sellos y cielo de combustible y los senderos de basura para regresar a ser los mismos cretinos pero viajados.

Eso es la mitad.

La otra es que toda observación destruye. No es que no quisiera volver a atravesar fronteras (sino hubiera fronteras incluso mejor) sino que me parece difícil justificar el impacto de moverse si la única razón es la autosatisfacción de viajar para contarlo.

No que no vaya a ninguna parte más, es que no creo que vaya sino hay alguna razón, un amigo o un amor (muchas veces las dos cosas son lo mismo) .

No creo necesitar ver más mundos dentro de este mundo que nos tocó.

No creo que mi necesidad irreprimible de ver más mundos dentro de este mundo que nos tocó justifique ir por ir, ser uno de los muchos que van por ir, destruir los paraísos que quedan.

El problema no es un viaje. Son los viajes de todos. Con el tiempo estábamos yendo a todas partes , llenando aviones , desembarcando por centenares, obligando, porque a eso obliga el capitalismo liberal (dos palabras que siempre escribo con odio) a que para competir por nuestra atención, es decir nuestra plata, los lugares tuvieran que convertirse en lo que esperábamos de ellos. De Venecia y Montmartre, a La Candelaria y Cartagena. Barichara. Barcelona. De Roma a Caño Cristales, que estaba mejor cuando la violencia no dejaba ir hasta por allá.

Íbamos a todas partes porque podíamos ir.

Capitalismo liberal: si la plata me permite hacerlo entonces lo hago.

Aunque no me deje nada. Aunque no lo necesite.

Viajar se había convertido en turistear en el peor sentido de la palabra, una compra de servicios en la que bajo la excusa de “generar ingresos para las comunidades locales”, los operadores turísticos, cada vez menos locales y cada vez más absorbidos por las multinacionales, jugaban a la doble dinámica perversa de destruir los modos de vida tradicionales en función de una versión vendible y obligaban a los que siempre habían vivido en los lugares a irse porque la vida era tan cara que solo podían pagarla los que estaban de paso.

A finales del 2019, los hoteles de familia habían desaparecido en favor de las grandes cadenas , las autoridades locales no podían con el lobby pro-AirBNB, apoyado por propietarios a los que no les bastaba con ganar una millonada arrendando caro porque querían ganar dos millonadas: la prostitución infantil y no infantil y la disponibilidad de comida chatarra globalizada hacían parte de lo que la gente esperaba encontrar en cada destino “exóticos” y ya nadie hablaba con los locales y los selfies y los GPS en los teléfonos habían eliminado las dos ultimas necesidades de contacto con los locales , el “puede tomarme una foto” y el “cómo se llega por allá”.

Ahora los turistas no volverán y habrá que pensar cómo matar la dependencia de las comunidades locales a los ingresos de paso y al mismo tiempo evitar que viajar vuelva a ser un privilegio de los privilegiados, esos que adoran formas aún peores de servilismo.

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