Umpalá

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Cartas desde París en cuarentena. Día 32

Abril 15

Canción Dulce de Leila Slimani, la ganadora del Premio Goncourt en el 2016, es una novela brutal y aguda sobre la maternidad, la infancia y las clases sociales, con personajes complejos, esos que uno no puede soportar y no puede dejar de comprender si hace un esfuerzo, como pasa con la gente de verdad y raras veces en la literatura. Tenía ese libro dando vueltas (los libros dan vueltas, se los juro) hace meses y hasta esta semana, cuando renuncié a aprovechar el tiempo “libre” aprendiendo ruso o mapalé decidí empezar a leerlo.

Decidí empezarlo. Terminarlo no fue una decisión. Es que uno no puede parar y punto.

En cambio el diario de confinamiento de la autora, que no sé si aún sigue publicando, en Le Monde es aburridisimo. La gran novelista se pierde en los lugares comunes de todos los que en este momento descubren o creen descubrir un potencial literario gravitando alrededor de unos cuantos símbolos evidentes: las flores que nacen. La infancia que regresa o que pasa. Los paraísos perdidos. Los abrazos no dados. El sopor de las hojas que tiemblan. Las ciudades vacías como vasos con agua de la ciudad. La pandemia como única posibilidad de un mundo bucólico.

El empalago del tedio. La maldición de la historia escrita mientras pasa.

Este sería el mejor momento para escribir sobre cualquier cosa diferente a las pestes.

Excepto que la peste no deja pensar mucho en otra cosa.

Reflexionamos parados en el bordecito mismo del fin del mundo, como en esa pintura que sale en Google cuando uno busca “romanticismo” o como tal vez lo hacían los suicidas antes de botarse del Tequendama o de la Cabeza del Dragón en el Salto del Duende, municipio de Los Santos Santander.

Miramos el vacío.

Tenemos la satisfacción de que nadie nos quitará lo baila’o.

Tenemos la preocupación de que nuestros hijos e hijas no podrán bailar pega’o.

Filosofamos sobre el fin de la raza humana desde la única perspectiva que tenemos, la de cada cual, y la pasamos por el filtro de las cosas que se nos quedaron aplazadas.

Hoy me enteré que Ricardo Arjona sacó su nuevo proyecto. Nunca he visto al maestro en vivo.

Yo tengo también esos arrepentimientos. Como en aquel poema de Jorge Luis Borges, erróneamente atribuido a Gabriel García Márquez, que dice que hubiéramos querido comer más helados de chocolate y haber compartido las babas y lametazos cuando todavía se podía.

Ayer escribí lo siguiente:

El túnel es largo, pero nos espera afuera.

El aire fresco de la primavera

Sé que de muchas, será la primera

Y la gozaremos, eterea y ligera.

Y yo, como si tuviera un presentimiento de lo de Arjona, pensé en enviársela al maestro de Jocotenango.

Luego me hicieron caer en cuenta que la combinación ”primavera” ↔ “ligera” ya había sido ampliamente explotada en la poesía popular.

Tenemos tantas cosas para hacer. Yo quisiera aún aprender los haikús y el origami

Y el ruso y el mapalé.

Pero no habrá fin del mundo, todo bien. No habrá ni siquiera un mundo diferente. Cierto que estábamos tranquilos porque el virus sólo iba a matar a nuestros abuelos y nos dañaron la alegría al decir que también mataba gente joven y bonita; que decíamos “Si nos da qué carajos, salimos de esto” y ahora nos dicen los coreanos del sur (los del Norte no dicen nada) que la gente que se creía curada vuelve a enfermarse. Pero esos casos son raros.

Y la curva de la epidemia se comporta exactamente como sabemos que se comportan las curvas de las epidemias.

Así que España y Alemania comienzan a elaborar los planes de final de confinamiento. La República Checa y Austria regresan a la normalidad. En Italia desde hoy se pueden comprar libros y sacar fotocopias y en Francia el gobierno de Macron trata de improvisar.

El planeta va a sobrevivir. Nuestra especie va a sobrevivir. Y hasta el capitalismo liberal va a salir intacto.

Y ni el cólera de Cartagena ni de Venecia, ni el Mayo francés del 68 la gripe de Hong-Kong del 68 que dejó un millón de muertos , ni la “española” de hace un siglo, ni el polio ni la tuberculosis ni la Peste de Orán, ni la ceguera blanca que creo fue en Lisboa, ni el VIH ni el Ébola pudieron (para bien o para mal) acabar con la raza humana.

Es un paréntesis, que les digo, es sólo un paréntesis.

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