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Cartas desde París en Cincuentena. Día 56 (Día -2)

Nueve de Mayo

Es la tarde del sábado. El confinamiento termina a la medianoche del domingo. Los primeros negocios en abrir (literalmente, a las 0:01 del lunes) serán las peluquerías.

Es la tarde del sábado. La gente de París se ha prácticamente desconfinado por su propia cuenta. En muchos negocios de las calles comerciales, las rejas están abiertas hasta la mitad. Adentro se limpia, se pinta, se mira si todo funciona. Junto a los almacenes de decoración y bricolaje, que vaya uno a saber por qué, ya reciben público, las filas se extienden por cuadras.

Las filas para comprar, tan presentes en la memoria colectiva de los países comunistas, parecen anunciar aquí una fiebre de consumo.

También había filas en los almacenes y talleres de bicicletas. La administración municipal no sólo ha anunciado que habrá un bono de cincuenta euros para toda persona que quiera hacerle mantenimiento a la cicla, sino que varias arterias viales de la ciudad serán prohibidas para los automóviles.

Automóviles no hay.

(No sé por qué no digo “Carros”. A lo mejor es que espero que estos textos queden en castellano neutro para que me los compre Univisión)

¿En qué piensa la gente en las filas? ¿Por qué por una vez no tienen afuera sus teléfonos?

¿Piensan cómo van a seguir con los niños en la casa cuando las escuelas, en la práctica, seguirán cerradas?

¿Piensan en cómo será la vida dentro de 48 horas cuando podrán reunirse en grupos de hasta diez?

¿Y en cuáles serán esos diez?

¿Piensan que están a 48 horas del comienzo de la distopia de la familia nuclear como único espacio social?

¿Piensan que si regresan el lunes tal vez habrá menos fila para comprar?

¿En las vacaciones que no habrá?

¿En sus mayores que aún no pueden ver?

¿En que los cementerios sólo estarán abiertos para los entierros?

¿En los entierros de su mayores?

¿En la distancia social?

¿En el permiso que habrá que llenar para subirse al metro en las horas pico?

(Hace unos días, en el suburbio de Clichy-sous-Bois, a veinte kilómetros de Paris, vi una fila de mil personas. Esperaban víveres para poder comer)

Las calles están llenas.

Se ven grandes nubarrones en el cielo. Ya se avecina una fuerte tormenta.

La gente cree que es mentira, carajo. ¿Cómo va a llover preciso ahora cuando por fin iremos de compras?

Y eso es lo que pasa.

En estas tierras no saben llover y sin embargo se rompe el cielo de una y la gente corre como si hubiera un virus mortal en el ambiente y se refugia bajo las cornisas, cerquita unos de otros. así en ese momento de fraternidad que son los aguaceros

Y suenan nuevos truenos y caen relámpagos que parten árboles en esos parques cerrados donde no hay testigos. Donde nadie sabe que no hicieron ruido al caer.

Y luego el sol, peleando por dejarse ver en lo que le queda. Un final del día gris-azul luego de varios en los que, presagio de super luna, el cielo estaba tan rojo que dolían los ojos.

Y el silencio.

Porque nadie regresó a la calle.

El agua del Sena verde, reflejando los edificios.

Como si no corriera más. Como si, véte al carajo Heráclito, el río fuera dos veces el mismo.

El aire todavía húmedo. El cielo igual, pero esa luz con grietas en el cielo, que se abre paso entre las hojas de los arcos que forman en los árboles en la calle, desierta, desertisima, que va a morir en la puerta de la iglesita de Nuestra Señora de la Natividad de Bercy.

Ya no hay nadie más. Ya no pasan más trenes (es la última vez que no pasan más trenes) sobre el Túnel Proudhon.

Y de ahí la calle que lleva al bosque. En una esquina las guitarras y el tambor de unos músicos sin casa que deben haberse refugiado en un garaje, pues la lluvia empieza de nuevo.

No hay más razones para parar hasta llegar a la Feria, donde los anuncios de neón siguen encendidos.

Y el bosque.

En el bosque siempre llueve más fuerte. Hay un río arriba de las hojas. Uno termina por perderse.

Tengo del todo mojada la ropa que me prestaron porque cuando llegue a la primera cita de mi propio desconfinamiento ya me había cogido otro de los aguaceros del día.

Y así avanzamos entre los senderos y se escuchan voces desde las carpas de la gente que a falta de otro techo vive en los bosques de la periferia y para quienes con seguridad no cambio nada.

Y es tanto el ruido del aguacero, que tenemos que hablarnos a los gritos a pesar de lo tan cerca.

Y entonces, mientras escurrimos barrio y se ven pasar las sombras de todos los que no tenían nada que hacer en el bosque a esa hora, entiendes, entendemos, que este momento, no este periodo, este instante precios, ya se ha ido y que entre todas las desgracias y el dolor tuvimos la suerte de vivirlo.

Y al final la que aparece es la luna.

¿Recuerdas cómo era la noche antes de todo esto? ¿Recuerdas si siempre fue así o es que tanto nos cambiaron los días en los que toda la humanidad vivió exiliada de los otros?

 

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