Desde el inicio del gobierno de Trump, se empezó a especular sobre cuánto tiempo duraría
gobernando al ritmo de su arbitrariedad, de sus caprichos y de sus intereses, con el mismo
comportamiento del dueño de un negocio con su mentalidad, no de empresario sino de
especulador ventajista, a la caza de oportunidades con la vieja argucia de hacer propuestas
inaceptables para, a partir de ellas negociar, logrando el mayor beneficio. Y lo hace por fuera de
los procedimientos establecidos para las negociaciones y acuerdos con otros países, pasándose
por la faja los compromisos y convenios previamente definidos; sencillamente imponiendo su
poder. Comportamiento que finalmente empezó a evaluar la Corte Suprema de Justicia. Trump,
sencillamente desconoce lo acordado y de manera arbitraria y calculada pone, como sacados del
sombrero del mago, unas condiciones que son inaceptables, para acorralar e intimidar al otro, y
luego plantearle una negociación donde lleva las de ganar y que, “agradecido”, el otro país acepta.
Trump vende sus arbitrariedades a sus electores, con el ya manido discurso del Make America
great again, soñando con los Estados Unidos de hace medio siglo cuando, en Occidente, era la
potencia económica y tecnológica indiscutida. Ya no tiene el poder económico para doblegar a un
mundo que se ha fortalecido y diversificado, cada vez más libre de los dictados y caprichos de
Washington. No le queda sino el chantaje para doblegarlo, con consecuencias contrarias a lo que
pretende, pue es quimérico aumentar la producción norteamericana simplemente subiendo
aranceles, en un mundo con una economía globalizada. El resultado es abrirle el camino a un
aumento de la inflación norteamericana, especialmente en los alimentos. Bajarle los impuestos a
los más ricos, no va a aumentar automáticamente las inversiones, pero si reducirá, de una, los
ingresos de un Estado que ya carga con un enorme y creciente déficit fiscal; es el camino directo
para aumentar la emisión monetaria y con ello, la inflación. La solución trumpista a esta situación
es simple, recortar y aún suprimir programas gubernamentales dirigidos a amplios sectores
poblacionales, que parece olvidar que son sus electores, en temas tan fundamentales como la
salud y la educación.
Las arbitrariedades presidenciales prepararon el terreno para su derrota electoral el pasado
domingo, que marca el comienzo del fin del cuento de Trump, con el cual había movilizado y
galvanizado a los republicanos, que estaban huérfanos de dirección, y enfrentando a unos
demócratas, desorientados y desgastados, luego del gobierno de Biden y la falta de claridad de
Kamala Harris. La inflación pone a la defensiva a los ciudadanos con el gobierno, a lo cual se añade
el desempleo y la inseguridad, que condujeron a la elección del pasado domingo donde, según la
representante republicana por La Florida, María Elvira Salazar, en las votaciones en New Jersey y
Virginia, el 25% del voto hispano, tradicionalmente republicano, fue para los Demócratas. Algo
semejante sucedió en California.
A Trump no le queda sino entender que su gobierno y sus propuestas finalmente enfrentan una
creciente oposición ciudadana. A los republicanos, que llegó la hora de aterrizar y bajarse del
embrujo de Trump, con voces nuevas que convoquen y lo saquen de esa trampa y a los
Demócratas, encontrar y apoyar a un líder nuevo que los saque del hueco en que cayeron. Con
todas sus falencias, la política norteamericana tiene la fuerza y el pragmatismo para reinventarse,
apoyada en sus raíces.

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