El colombiano llegó a Guatemala hace ya bastantes lunas. No tenía planes de quedarse, sino solo de pasar una temporada en la ciudad. Mejor si podía ser viajando a Antigua Guatemala todos los fines de semana.

Aprendió rápido a identificar esas palabras que tanto nos diferencian dentro del mismo idioma, cuando hay fronteras de por medio.  No le costó empezar a llamar moronga a la morcilla, a pedir atol blanco en el mercado, a diferenciar que aquí a los que producen café se les dice cafetaleros porque cafetero es el que se lo toma, a acostumbrarse que acá es común decir “bien” en lugar de “sí” y que tanto la “ll” como la “y” se pronuncian igual.

Identificó esas diferencias más rápido que convencerse de que aquí en Guatemala se iba a quedar a vivir varias décadas.

Lo que no logró asimilar tan pronto, fue ese montón de lugares con una luz roja en la entrada. Le parecía excesivo que “ese tipo de negocios” estuvieran al lado de una escuela, frente a  la iglesia, en la esquina de la casa, por donde fuera. Y peor aún, que estaban disfrazados de tiendas. El ibaguereño pensaba que esas ventas de pan, leche, huevos y tortillas eran solo un disfraz del “otro negocio que había adentro”.

Le llevó mucho darse cuenta de que no había manera de que esas tiendas fueran también prostíbulos y que la luz roja más bien, le avisa a los que pasan por ahí que “Hoy es día de tamales”.

Twitter @Tolima_Toliman

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