Llevábamos tres días de conocernos cuando murió la abuela de quien sería mi compañera. La acompañé al entierro en un pueblo de Magdalena. Me hice a una distancia prudente para no interferir con la ceremonia. Las mujeres lloraban sin pudor y hubo varios discursos. Después de la misa el cuerpo debía darle la vuelta al pueblo y pasar frente a la que fue su casa. Abandoné el grupo a pocos metros del cementerio porque me pareció una falta de respeto entrar con ellos. No vi lo que dicen que dicen que sobreviene: llorar a mares para que el difunto sepa que fue amado en vida.
Ese rito era opuesto a lo que sucedía en la mayoría de los entierros de la Boyacá de los años noventa: silenciosos, con pocas expresiones de dolor. Los boyacenses de aquellos años se educaban para no exteriorizar sus emociones, para no hablar más de lo necesario, para no intimar.
Lo que sucedió en Malambo es una mezcla de negligencia de las autoridades con el hecho de que los protocolos de bioseguridad niegan la posibilidad del rito funerario. Piensen en lo que significa que saquen a su mamá de la casa, la embutan en una ambulancia y días después le comuniquen que sale para el crematorio. Simbólicamente es como si la secuestraran y la ejecutaran sin importar si habló con ella antes de que entrara a la UCI o si puede ir todos los días al hospital para averiguar sobre su evolución. ¿Cómo y por qué está muerta? ¿En qué momento dejó de vivir? ¿Hicieron bien su trabajo? ¿Por qué murió si era una mujer saludable? No habrá respuestas (como nunca las hay frente a la muerte) ni habrá cuerpo que atestigüe el deceso.