Reseña de la novela Las Tantas y extrañas muertes de Pedro Echavarría de Ricardo Sanín Restrepo. Nueve Editores; Bogotá, 2023.
La novela solicita tiempo y disposición para enfrentarse a historias divergentes, conceptos que agujerean la trama y preguntas polémicas. Pero no se restringe a eso: también ofrece una historia densa, pero adictiva gracias a una prosa juguetona y de frases construidas con el pulso del pulidor de lentes; personajes tan redondos y profundos que retornan a la memoria en las noches frías o en los viajes por carretera; una escenografía construida con tanta pericia que hay que leer cobijado para resguardarse de los vientos que emergen de las páginas. Las tantas y extrañas muertes es un plato para masticar lenta y tranquilamente para que los jugos, sabores y contrastes se fermentan en las entrañas de la memoria. Como bien sabemos, no todo lo que se lee en literatura debe ser ligero, fácil y cómodo, como si se tratara de una hamburguesa en una tarde de domingo. Es lícito (y muchas veces necesario) exigirle al lector que se ponga en sintonía con la exigencia de un texto que crece como levadura y harina en un horno a 250 grados.
A pesar de lo dicho, no piense que se trata de una novela que sólo ofrece densidad y oscuridad. Todo lo contrario: Las tantas y extrañas muertes tiene fuerzas centrífugas y centrípetas en tensión constante; es tejido de historias, tramas y conceptos; es alquimia de atmósferas turbias y prosa luminosa; también es el vértigo de un crimen, la búsqueda de pistas, el asedio de preguntas y la incertidumbre de no saber quién asesinó a un Pedro que resulta tan múltiple y escurridizo como su ambición.
La mayoría de los hechos transcurren en El Páramo, un pueblo que “no era el intermedio de ninguna parte, ni era el centro de acopio de nada, ni era paso forzado de nadie hacia ningún lugar, era el fin y el comienzo del camino, de todos los caminos”. El pueblo formado por casas vecinas de precipicios o de bosques igual de peligrosos; con sótanos en los que el terror es tan común como el amanecer; sin centro, pero con extremos, como si fuera figuras lingüísticas (no geométricas); casas que crecieron hasta ser haciendas en las que la ambición es el caldo en el que se cocinan las peores y más perversas formas de humanidad. En estas viviendas habitan personajes que parecen neblina que se aferra a las ramas de un tiempo licuado y contingente y quienes representan conceptos tan diversos como el olvido, la violencia, la razón y la magia.
Este territorio, estos personajes, avanzan, retroceden, giran alrededor de Pedro Echavarría, dueño y señor de todo lo que se ve y todo lo que se mueve; Pedro, el patriarca de la ambición y de la violencia y, obviamente, del patriarcado que se multiplica en todos los personajes. A una distancia prudente, sin entrar en el campo gravitacional de Pedro, pero sin tener la posibilidad de escapar de él, se encuentra Inés, su esposa, su conexión a métodos más racionales y menos sangrientos, pero igual de alejados de la ley. La familia la completan dos hijos: Jerónimo, tan violento como el papá y Julián, errático como el tiempo, como la niebla, como las cavernas que abundan en El Páramo. A partir de ese sistema planetario se formó un imperio que produce riqueza, desplazados, muertos, heridos y terrenos devastados. Imperio que se erosionó lenta pero irreversiblemente hasta concluir en el asesinato del patriarca (pero no de su maldad ni, mucho menos, de su patriarcado).
Frente al asesinato de su esposo, Inés juega su carta más polémica: invitar a Dorian Cairns, escritor de novelas policiacas y salvador de Julián en extrañas circunstancias. Pero no es tan sencillo: Dorian descubre que el asesinato copia el universo narrativo en el que deambula Johnny Formosa, su detective de tinta y papel. En este punto la tensión crece, disminuye, aumenta, gira, se diluye en los sifones de mil historias que avanzan en espirales que amenazan con rebanar a todo lo que se atraviese en su camino.
Entre las telarañas de la investigación, surge la discusión sobre la naturaleza de la palabra. Asegura Benjamín que la palabra es “una metáfora de algo diferente que siempre le es exterior, pero con la que siempre forma una relación”. La palabra señala, rodea, cerca, pero no toca el objeto con el que establece una conexión. De esa manera, la palabra se parece al detective que sospecha, investiga, husmea, se acerca y hasta señala quién puede ser el asesino, pero que no puede capturarlo porque se abren grietas, abismos, que impedirá que sus manos puedan aferrar la camisa del culpable. Pero la palabra no siempre es estática, inerte, encerrada en significados: también tiene la posibilidad de desafiar sus alcances cuando se asocia con palabras con las que no tenía conexión, pero cuya nueva asociación abre nuevas heridas en la piel del tiempo y la realidad. Finalmente el lenguaje es ilimitado porque “nadie ni nada tiene la palabra final o un control sobre el lenguaje o lo que puede significar antes de que se use y se extienda a sus extremos”. Lenguaje con el que se construyó todo lo que vemos y percibimos y que, en Las tantas y extrañas muertes nos desafía y empuja a un torbellino de historias, hipótesis, conceptos, escenas, casas, territorios y personajes que se diluyen en una bruma que engulle a El Páramo con la misma voracidad con la que Pedro Echavarría devoró casas, territorios y ciudadanos.