Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Enemigo de las Fuerzas Militares

Me han dicho facho, mamerto, uribista, petrista, marihuanero, guerrillero, terrorista y otros epítetos que cubren el espectro de insultos. Sin embargo, el calificativo que más me llamó la atención fue “enemigo de las Fuerzas Militares”. Me llamó la atención porque lo dijo alguien que fue remiso hasta los treinta y cinco años (momento en el que pagó la libreta militar). Huía de las batidas como si escapara de las garras de la muerte. En sus borracheras (que no fueron pocas) contaba historias de escapadas de camiones en movimiento, correteadas por la carrera Décima y escondites tan insólitos como las ramas de los árboles de un parque. El hombre afirmó que yo era enemigo de las Fuerzas Militares porque me condolí de la muerte de los soldados emboscados en el Caucasia. Me condolí porque fui soldado durante tres años: sé qué es pasar varios días sin pegar el ojo, aguantar hambre, sed y frío esperando el relevo y qué es caminar con quince kilos en la espalda y un G3 en las manos.

Sé cuánto duele la caída de un “lanza” y cuánto duele su muerte.

Un compañero de mi pelotón fue al primero que vi caer (afortunadamente no murió). Estábamos en la fase de Antimotines. Entraba una hebra de aire por el filtro de la máscara antigas. Corríamos por una loma inmisericorde. El cabo González nos hostigaba para que corriéramos más rápido. En medio de la carrera mi compañero cayó. Al comienzo González lo gritó y le dio una patada en la espalda. Muñoz no reaccionó. No se movía. Ni siquiera parecía respirar. Sólo en ese momento se asustó el cabo. Le quitó la máscara. El soldado estaba morado. Lo llevaron a la enfermería y de allí lo trasladaron al hospital militar. Sufrió un infarto. Días después le dieron la baja.

En febrero una escuadra de la compañía Nariño patrullaba por Ciudad Bolívar. No sé en qué circunstancias uno de los soldados recibió un disparo en el pecho. El soldado era un media fase, como nos decían en esos tiempos. Un media fase que murió una madrugada de lloviznas horizontales. Murió por un disparo en el pecho. Un disparo con un revólver de calibre treinta y ocho. No encontramos el asesino a pesar de que deambulamos tres semanas por las calles y casas de Ciudad Bolívar. Hicimos allanamientos, batidas y retenes sin resultado. Al final sólo quedó el cansancio, la frustración y el dolor.

El siguiente en la lista fue Tiboche. Salíamos de la guardia de las dos de la tarde. El relevo llegó con veinte minutos de retraso. Recorrimos las calles de Teusaquillo a toda carrera. En una esquina el conductor hizo caso omiso al semáforo en rojo. Nos golpeó un Sprint. El Avir dio dos vueltas. Casi todos los soldados salieron volando. Tiboche se partió la cabeza contra un poste. Yo quedé inconsciente dentro del Avir. Otros se fracturaron las piernas, los brazos, la columna vertebral. Salí del coma poco después de que muriera Tiboche, quien era mi vecino en cuidados intensivos.

Días después el Pato castigó a un recluta. Dicen que fue un castigo desproporcionado. Aseguran, además, que se la tenía montada desde hacía semanas. Ese sábado el soldado esperó que el Pato se alejara y le disparó por la espalda. El proyectil entró por la nuca y salió por el cuello. Prácticamente le arrancó la cabeza. No sé cuánto tiempo pasó para que el soldado diera vuelta al fusil, abriera la boca, metiera la trompetilla hasta la garganta y presionara el gatillo.

Estos soldados fueron mis compañeros. Volteamos en la compañía de instrucción, aguantamos hambre y frío en Guardia Externa, nos emborrachamos en las licencias. Con algunos de ellos compartí el último cigarrillo, repartí la comida o nos prestamos monedas para llamar a la familia o a la novia. No había plata (nunca la hubo). La mayoría éramos de estrato dos. Todos teníamos hermanos en el colegio. Nuestras familias llegaban a final de mes a rastras. No tenían la posibilidad de dejarnos dinero. Y tampoco se lo pedíamos: sabíamos que de algún lado saldrían las monedas para la cajetilla de cigarrillos o para la gaseosa.

Por eso me pareció curioso que este señor me dijera “enemigo de las Fuerzas Militares”. Justo él, que se vanagloriaba de haberle hecho el quite al deber constitucional. Y, lo que es peor: que dijera que soy enemigo porque me compadecí por el destino de los soldados asesinados en una emboscada. Él es quien les desea lo peor a los militares, quien los pone de carne de cañón con su postura de que “hay que darles bala a esos guerrilleros hps”. Bala que él no quiso dar (ni dará). Pide pirotecnia que contemplará desde la sala de su casa. Pide sangre de guerrilleros mezclada con sangre de soldados, campesinos, líderes sociales, servidores públicos, concejales, activistas, mujeres, ancianos y niños. Pide muerte porque los muertos no los pondrá él. Pide como un niño caprichoso que no mide sus deseos. Pide con la rabia del que no le alcanza el dinero porque trabaja por prestación de servicios, con la frustración del que hace filas en la eps para que le den el medicamento para la gastritis.

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*Fotografía de Carla Barria / Reuters.

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