Carta a Héctor Lavoe

Te conocí el sábado 19 de junio de 1993 en un casete que mi papá compró para que nos acompañara en el viaje a Villa de Leyva. Él no sabía que agonizabas en un hospital de Nueva York ni que te quedaban diez días de vida. Yo no imaginé que ese casete sería mi compañero de parranda: era lo primero que echaba en la chaqueta de jean, desgastada por el tiempo y por el abuso. Salía cuando me desbordaba la necesidad de hablar sobre traiciones y desamores. Nadie sabía, ni siquiera yo, cómo era capaz de encontrar el lugar exacto en el que iniciaba Barrunto, canción que presagiaba una borrachera turbulenta, como la que tuviste en Key West, aquella tarde que le preguntaste a Alfredo de la Fe si él veía una tribu de caníbales, emboscados en el jardín. “Míralos, tienen taparrabos y un hueso atravesado en la nariz”, decías al tiempo que señalabas los arbustos.

Pero no hablemos de tus borracheras y delirios, suficiente tendrás con lo que se ha dicho en los últimos treinta años. Mejor vayamos a 1963, año en el que trabajaste en un restaurante de la calle 34 del Downtown de Nueva York. Tu primera semana de trabajo se transformó en un cheque de quince dólares. Saliste a buscar quien lo cambiaría, pero nadie quería hacerte el favor porque eras un adolescente indocumentado, flaco y mal vestido, igual que miles de migrantes que buscaban futuro en las calles de nueva York.

Alguien, conmovido con tu necesidad, te sugirió que buscaras a Johnny Pacheco, quien te hizo el favor y te ofreció trabajo en su orquesta. A la segunda semana Johnny te dijo que te presentaría a un muchachito, prácticamente un niño, que iniciaba su carrera musical. No fue grato el encuentro porque “era el grupo más malo que haya oído en mi vida”, como le dijiste a Bobby Cruz. Pero no le diste la espalda porque era una oportunidad de grabar. Le dijiste al Willie de catorce años que aceptabas si te permitía cambiar parte de la letra y meterles mano a la música. Afortunadamente aceptó porque esa canción se transformó en El Malo, tema que le da nombre al álbum que lanzaron en 1967, cuando tenías veintiún y Willie tenía diecisiete años.

El instinto musical de ustedes rayaba en lo sobrenatural, pero era una sociedad (¿una amistad?) conflictiva. Los dos sabemos que no podía ser de otra manera: te gustaba hacer lo que te venía en gana y Willie no era un santo. Después de seis años, y nueve álbumes, vino la separación. Pero fue otro golpe de suerte porque triunfaste con la orquesta, los arreglos y la producción de Willie.

La mayoría afirma que la gloria jugó en tu contra. Mi hipótesis es que tenías poco margen de maniobra: tu mamá murió cuando tenías tres años, por lo que fuiste criado por tu abuela paterna, quien te alcahueteaba todas las patanerías, como hace la mayoría de abuelas. A los quince años decidiste asumir las riendas de tu vida: le anunciaste a tu papá que te ibas a Nueva York. Él se negó porque no quería que murieras de sobredosis como tu hermano mayor. Pero no hiciste caso. Pensabas, como cualquier adolescente, que las drogas no te tocaban y que la muerte era un mito urbano. Seamos sinceros, Héctor, no habría importado los argumentos de tu papá porque eras complicado, voluntarioso y rebelde. Por eso terminaste en el Bronx, con dieciséis años. Trabajaste en lo que salió hasta que tuviste la necesidad de cambiar el cheque que te dieron en el restaurante. A partir de ese día te subiste en un proyecto que te condujo a una fama que no imaginaste.

Lamentablemente, como dije, todo jugaba en tu contra: huérfano de madre, sin papá, décadas de llevar la vida a tu antojo, con dinero suficiente para sostener veinte familias durante cien años, el apasionamiento y la irresponsabilidad de la juventud y mujeres, alcohol y drogas al alcance de la mano. Eso te condujo a excesos de todos los calibres. Los abusos eran suficiente para que tu vida se desmoronara como una galleta hundida en un vaso de leche. Lo que nadie imaginó es que tu vida se desplomaría como los edificios a los que le ponen dinamita en sus cimientos.

El estallido sucedió en 1987, año en el que un asesino serial apuñaló a tu suegra, se quemó tu casa en Queens, un amigo asesinó, accidentalmente, a tu hijo y tu papá murió. Todas las bases cedieron ante el peso de un edificio en ruinas.

En junio de 1988 se organizó un concierto en el coliseo Rubén Rodríguez, en Bayamón. Llegaste a Puerto Rico con la esperanza de que te reunirías con miles de fanáticos que gritarían y bailarían como poseídos. Los necesitabas. Siempre necesitaste de un público que te idolatrara como a una deidad que se hace carne en la alquimia de la salsa. Lamentablemente el concierto coincidió con una feria que ofrecía un cartel de conciertos gratis.  

Pero no te desanimaste cuando viste a menos de trescientas personas en un espacio para dos mil. Tu público te había sostenido durante veintitrés años y lo seguiría haciendo. No importaba si eran miles o un puñado. Ellos necesitaban al ídolo y tú necesitabas ser idolatrado. Tenías la convicción de que se trataba de una relación mutua y simétrica. Por eso cantaste una canción en medio de una borrachera infame. La canción se transformó en un nudo de palabras que se tropezaban en tu lengua adormecida por el alcohol y las drogas.

Ralph Mercado sabía que la segunda canción sería suficiente para que las personas subieran al escenario a golpear al que se atravesara. Dio la orden de apagar el sonido y las luces. Quedaste en mitad de la canción y de las tinieblas. Te aferraste al micrófono para no caer al piso. Parecías un títere al que le cortan dos de las cuatro cuerdas. Pero no era la borrachera la que te tenía doblado, sino la depresión que había amputado tus deseos de vivir. No sé cómo te sacaron del escenario y te llevaron al Regency, hotel en el que te esperaba tu esposa, que estaba más enfurecida que el público.

Al siguiente día tenías una invitación para almorzar con Johnny Pacheco y su esposa. Discutiste con Puchi porque no querías salir de la cama. ¿Quién carajos quiere levantarse un domingo de guayabo y depresión? Tu esposa, después de gritos e insultos, decidió acudir a la cita. Cuando estaba en la puerta, vio que te levantabas con movimientos bruscos y afanados. Ella imaginó que te quería retener o que había entrado en razón. Pero ese no era tu objetivo: corriste hacia el balcón que señalaste la noche anterior, cuando le dijiste a David que deseabas acabar con tu vida, y te lanzaste sin darle oportunidad a Puchi para detenerte.

Esta noche lluviosa te imagino volando en una mañana con un cielo azul, pero sin sol. Caes, mi hermano, sacudiendo pies y brazos como si quisieras volar. Caes lentamente, como si tuvieras toda la mañana para llegar al pavimento. En el tercer piso te recibió las latas que cubrían el aire acondicionado. Tu cuerpo giró como un muñeco de trapo, deteniendo la velocidad, pero dejándote inclinado sobre un costado. Tu cuerpo emitió el estallido de un bulto lanzado desde veinte metros de altura. La esposa de Jhonny se asomó a la ventana de su cuarto después de que escuchó el golpe. “Hay un hombre en el piso y creo que es Hector”, afirmó, horrorizada. “¿Qué es lo que dices, mujer?”, preguntó Pacheco. “Míralo, Johnny, son las gafas de Hector”.

En los siguientes cinco años fuiste un fenómeno de circo que pasearon por los escenarios de varias ciudades. No podías modular palabra, te faltaban dientes, perdiste el cabello y eras incapaz de sostenerte en pie por más de cinco minutos. El sida, las adicciones, la diabetes, las secuelas de la caída te transformaron un harapo al que los empresarios le exprimían los últimos centavos. Tú aceptabas porque necesitabas las migajas para comer.

En febrero de 1992 David buscó a los productores de Ocurrió Así, un programa sensacionalista de Telemundo. Días después llegó a tu apartamento Gloria Soltero y su camarógrafo. El olor a cigarrillo era insoportable, recuerda ella treinta años después. Saliste con pantalón de pijama que se escurría y una camiseta azul. Los dedos estaban manchados de nicotina, te faltaban tres dientes, era imposible disimular tu calvicie y tu piel exhibía el color de los desahuciados.

No sé si no querías responder o no podías a causa de la convergencia de enfermedades. Masticabas un inglés difícil y un español incomprensible. Varias veces te saliste de casillas y mirabas a Gloria con rabia, como si fuera la causante de tus desgracias. Ella intentaba sacarte una respuesta coherente para presentarla en el programa. Agotada, llamó al productor para decirle que la entrevista era un fiasco. “No me gustaría que la gente recuerde a Héctor en las condiciones que está ahora. Creo que no se le hace ningún favor al legado que él deja como cantante de salsa”.

Lo que vino fue oscuro y confuso. Algunos aseguran que David abusó de ti. Sin embargo, él afirma, papeles en mano, que fue de las pocas personas que estuvo en el final de tus días: te llevó a Miami y te regresó a Nueva York, lugar en el que te internó en el asilo del que saliste para el Memorial hospital (otros dicen que los últimos días los pasaste en el Saint Claire). Algunos especulan que un empresario te llevó a Miami para exhibirte y después te lanzó a las calles de Nueva York. En diciembre de 1992 alguien te reconoció y te internó en el Sophie y William Cohen de la calle 106. De allí te llevaron al hospital en el que moriste cinco años después de que te lanzaste del noveno piso del Regency.

No te puedo negar que deseo saber qué sucedió en tus últimos meses de vida. Es un deseo que alimenta mi vanidad, que es tan grande y peligrosa como la tuya. Pero es una vanidad que no sirve para nada porque la verdad no es útil para nadie. ¿De qué me sirve saber si David se aprovechó de ti?  ¿Para qué me sirve conocer la exacta disposición de los hechos? Tampoco te serviría a ti, Héctor, porque estás muerto. Nada ni nadie te traerá a la vida. Nada ensuciará o limpiará tu nombre porque tus aciertos y errores murieron contigo.

No te llevaste nada, pero dejaste un legado inmortal. A mí, por ejemplo, me dejaste tus interpretaciones, que fueron la linterna con la que me orienté en el abismo de la soledad. Eres el compañero de esta vida inestable, confusa, sin norte. Una vida igual a la que sobrelleva la mayoría de humanos porque estamos condenados a avanzar en las tinieblas, con los ojos cerrados.

Nunca te pedí más en los treinta y un años de conocerte. La mayoría quiere escarbar la vida del irreverente, pero yo te busco a ti, mi hermano. Te busco en el rumor de los carros que corren por las avenidas, las luces cercadas por una neblina espesa y los peatones de pasos cansados. Te busco en mi memoria, que es igual de ruinosa a esta ciudad en obra gris. Te busco en mi pasado de borracheras maratónicas. Te busco para encontrar algo que desconozco o que me niego a aceptar de mí. Te busco, pero no te encuentro porque eres vapor de agua, humo de cigarrillo, rumor en mitad de la fiesta, un teléfono que suena en una casa desocupada, la última luciérnaga de una pradera envenenada con cianuro…

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