Y el azar se le iba enredando
poderoso, invencible.
Silvio Rodríguez
El Padre Almeida llegó al anochecer en el barco que iba de Punta Gorda. Durmió en la casa de los Smith hasta la una de la tarde. Después se bañó, tomó un café negro y salió a caminar.
Fernando lo reconoció cuando se detuvo en la puerta del bar gracias a que el sacerdote leía un pasaje de la biblia y hacía algunas reflexiones al final del Noticiero CDD, de propiedad de su abuelo paterno. La fama que le dio la televisión se desbordó el día en el que el padre se internó en la Calle del Cartucho para buscar a Juan G, presentador del mismo noticiero, quien se había desbarrancado en una adicción que lo dejó en la calle.
Horas después, cuando los periodistas que lo acompañaron empezaban a especular sobre la suerte del sacerdote, salió caminando al lado de Juan G. Detrás de ellos venía un grupo de habitantes de la calle que, en palabras del padre Almeida, fueron los ángeles que dios envió con la misión de protegerlos.
La siguiente semana, para asombro de los televidentes, el noticiero inició con el primer plano de un Juan G. Al final de la emisión, como si no hubiera pasado el tiempo, golpeó las hojas contra el escritorio, pero en lugar de su acostumbrado “No maten el tiempo… disfrútenlo”, citó un pasaje de Eclesiastés.
En ese momento, a la fama de hombre sabio del padre Almeida, se le sumó la de milagroso. Gracias a ella, la homilía de los domingos era tan multitudinaria, que eran necesarios piquetes de policías para imponer el orden.
Sin embargo, con la popularidad vinieron los problemas.
El primero de ellos fue con las autoridades distritales y eclesiásticas cuando decidió celebrar la eucaristía en el templete del Parque Simón Bolívar, sin autorización de nadie.
El segundo, y probablemente el más grave, sucedió cuando el Canal Quince entrevistó a una mujer que aseguraba ser su esposa. Llevaba, además del registro del matrimonio, las pruebas genéticas que demostraban que las niñas que la acompañaban eran sus hijas.
Después de esa denuncia, la fiscalía no dio abasto con la legión de mujeres y hombres que instauraban demandas en su contra por acosos, robos y cientos de delitos de todos los calibres.
El Noticiero lo despidió mucho antes que la justicia verificara la veracidad de las denuncias. La curia, siendo consecuente con el escándalo, abrió una investigación que, según decía monseñor Bravo, estaría guiada por el espíritu santo.
Fernando, al reconocerlo en la puerta del bar, levantó la botella para invitarle una cerveza. A pesar que nunca habían estado frente a frente, se abrazaron como náufragos y lanzaron par de chistes que celebraron entre carcajadas.
Jorge llegó cuando el escándalo del río superaba al rumor del mar.
—Debe estar lloviendo al sur, porque el río está crecido, —me dijo Jorge a manera de saludo. —¿Alguna novedad?
Señalé la mesa en la que estaban Fernando y el padre Almeida. Fue hasta ella, le dio un golpe en el hombro de Fernando y apretó la mano del padre. Se sentó y con la mirada me ordenó que les llevara tres cervezas.
Jorge se levantó a las nueve de la noche. Caminó hacia la puerta para contemplar el horizonte en el que centelleaba una tormenta lejana. Después fue hacia la barra.
—¿Cómo están las cosas en Bogotá?, —le pregunté mientras él contaba el dinero de la caja.
—Granados, su proceso está cada día peor: la fiscalía tiene pruebas de que usted visitaba a Juliana.
—¿Y el caso de Fernando?
—Fue archivado porque los testigos desaparecieron.
—Debió costar un platal hacer eso.
—No imagina cuánto billete le metió la familia para salvar a ese huevón, —dijo mientras señalaba a Fernando con los labios. Después tomó la mitad del dinero y salió sin despedirse.
A las once de la noche, cuando inició la tormenta, la conversación entre Fernando y el padre Almeida decayó hasta encaminarse en un diálogo de monosílabos y frases cortas.
—¿Quieren jugar cartas?, —les pregunté.
Aceptaron.
A la una de la mañana, la tormenta agotada por el esfuerzo de sostenerse por dos horas, se diluyó en una brisa que movía sutilmente la bandera que ondeaba sobre la puerta del bar. Salí de detrás de la barra y caminé hasta la puerta.
Desde el porche vi las manos de Fernando: delicadas, limpias, con las uñas bien cortadas. Los puños de la camisa seguían blancos a pesar de llevar más de diez horas bebiendo. En cambio al padre Almeida tenía las uñas con medias lunas de tierra, el clériman grasoso, los codos manchados, el alzacuellos hacía buen tiempo que había dejado de ser blanco.
Me acodé en la baranda mientras escuchaba el tintineo de monedas y billetes cayendo sobre la mesa. Al parecer la suerte empezaba a inclinarse a favor del padre Almeida después de que la mala racha lo había dejado al borde de la quiebra. Me senté en una silla para observar la luna tiñendo las nubes.
No sé cuánto tiempo estuve dormitando. Lo único cierto es que Fernando se le había acentuado la arruga de la frente. Contemplaba las cartas sin parpadear. Al tiempo que el padre Almeida le daba vueltas con el dedo índice y pulgar al anillo que tenía en el anular izquierdo.
—Mi anillo de matrimonio, —dijo cuando notó que yo lo observaba.
Me asombró que no tuviera el menor reparo en decirlo a pesar que había jurado en los noticieros que era soltero. Recuerdo que lo decía sin que su sonrisa se alterara. Parecía uno de esos niños que toman en serio cuando los papás les dicen que son los elegidos de dios.
—¡Gonorrea, usted me está haciendo trampa!, —gritó Almeida.
Se levantaron simultáneamente.
—Tranquilos, estamos entre amigos… ¿cierto Fernando?, —dijo el padre después de ver que yo tenía el bate y Fernando una botella de cerveza en la mano.
—Para que no haya malentendidos, seré el tallador, —sugerí.
Recosté el bate contra la pared, acomodé una silla y tomé la baraja que estaba sobre la mesa.
Ellos se sentaron después de mí.
—No me diga padre que le enseñaron a decir groserías en el seminario.
No hubo risas ni recriminaciones. Ni siquiera hubo un cambio en las expresiones que a cada minuto se ponían más rígidas.
Repartí las cartas.
Una hora más tarde el padre tenía la mayoría del dinero. Yo continuaba tallando con la esperanza que la borrachera los dejara tendidos sobre la mesa. Pero ellos seguían calculando cada movimiento, sopesando cada moneda.
Cuando se acabaron las cervezas, Fernando fue hasta la barra y tomó una botella de ginebra y tres vasos. Sirvió los tragos en los vasos y dejó la botella al lado de su último billete.
Repartí las cartas.
Los dos pusieron la mano izquierda como barrera al tiempo que con la derecha levantaban una esquina. Fernando puso su último billete sobre la mesa.
—Si dios quiere, este será el último juego, —sentenció Almeida al ver la apuesta.
—Eso sucedería si dios olvidara que siempre ha estado a favor de los poderosos.
Puse el diez de bastos para Fernando. Entonces giró la carta que tenía tapada: as de copas.
—¿No decía padre que dios me desampararía?
—No cante victoria: Granados no ha puesto mi carta.
El padre me miró a los ojos al tiempo que giraba su as de espadas. Tomé la primera carta de la baraja y la lancé.
—¡En su cara! —gritó el padre después que el as de oros terminó de resbalar sobre la mesa.
La silla cayó al tiempo que Fernando tomó la botella de ginebra y la rompió contra la cabeza de Almeida. Lo contempló un segundo y después le dio un golpe en la cara con el bate que dejé apoyado contra la pared.
—Nadie le gana a Fernando… y menos un hijueputa guiso.
Después le dio otro golpe con el bate. Se sentó y clavó los ojos en la mesa.
Silencio.
—Ayúdeme a llevarlo al río, —indicó cuando el amanecer emergía por el horizonte.
Se levantó y caminó hasta el cuerpo. Tenía la camisa fuera del pantalón y una aureola de sudor en las axilas.
—A mí no me meta en sus problemas, —dije.
—¿Cuáles problemas? Acá nadie conoce a este man. Es más, ni la familia se acuerda de él.
—Olvídelo.
—Granados, hermano, me extraña. Usted sabe que pago bien los favores. Es más, si quiere le digo a mi familia para que le arreglen sus problemas judiciales.
Acepté con un leve movimiento de la cabeza.
Cuando llegamos al río, el sol se asomaba sobre un rebaño de nubes. Lo levantamos sobre las barandas del puente y lo lanzamos. Se escuchó el golpe del cuerpo en el agua. Segundos después emergió la espalda del padre, que se fue a la velocidad de la corriente.
—Rece para que caiga un diluvio, —dijo Fernando.
—¿Para qué quiere un diluvio?
—¿Cómo que para qué? Hermano, ¡en la jugada!… No queremos que hayan personas cuando el cuerpo salga al mar.
Caminamos sin pronunciar palabra, hasta que empezaron a caer gotas gruesas.
—Fíjese que tenía razón: dios siempre estará del lado de los poderosos, —dijo Fernando deteniéndose. Después lanzó un grito que rebotó en el río. Miré preocupado hacía la playa, pero sólo vi las palmeras arqueándose por el peso de la lluvia.