Tareas no hechas

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Yo vi a Sandro en persona (pero muerto)

 

No por televisión, ni en fotos. En persona. A diez metros de distancia. Él ahí: muertito, sin mover la pelvis, sin sudar ni llorar. Y yo al frente: más vivo de lo que incluso sospecho, caminando despacio para no gastarme rápido el pequeño trayecto visual que nos permitieron a cada uno de los 25 mil cristianos que hasta ese momento habíamos pasado frente a su féretro. Dando pasitos cortos en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la República Argentina, donde lo velaron. Lo vi carilleno y repuesto, aunque pálido. Incluso me pareció demasiado saludable para haber estado tan enfermo y ahora tan muerto. Sólo tenía descubierta la cara. El resto estaba ceñido por una tela blanca que se abultaba con las irregularidades de ese cuerpo tantas veces deseado por millones de mujeres desde hace más de cuarenta años. Aquel pecho enardecido y aquellos labios provocadores, ahora echados a perder por ese sutil detalle que es la falta de vida.

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Todos esperábamos la noticia. Pero cuando ocurrió reaccionamos como si se hubiera muerto de repente en el comienzo de una prometedora carrera. Me enteré el lunes, en la cocina pública del tercer piso de Rivadavia 1525, la residencia donde habito. Una vecina, que ronda las seis décadas, entró súbitamente mientras yo preparaba un hígado encebollado. Vi su rostro congestionado y no fueron necesarias las palabras. Nos abrazamos arrastrados por esa hermandad pura, ilimitada, abstracta, de los que comparten la fe en cosas inexistentes pero más grandes que sus miserables vidas cotidianas. Lloramos: por Sandro, por el Gitano de América. Pero sobre todo por nosotros, por la muerte de algo que él representaba, algo que tenía que ver con lo que siempre quisimos ser o expresar y nunca fuimos o expresamos. Sí, llorábamos por la muerte de lo que nunca podríamos llegar a ser, pero que era cercano.

El martes en la tarde, luego de someterme a la saturación periodística sobre el tema (¡Pobres periodistas que por estar escribiendo y hablando sin saber lo que están hablando o escribiendo ni siquiera pueden darse cuenta y sentir y llorar por ellos mismos!) fui a verlo. La fila, que empezaba en el palacio del Congreso, tomaba la Avenida Rivadavia y seguía por la Avenida Callao (“no ves que va la Luna rodando por Callao”) hasta la esquina de Bartolomé Mitre, donde giraba para llegar a la siguiente esquina y dar vuelta de nuevo. Mujeres, mujeres, mujeres y hombres. La mayoría pasadas y pasados (utilizo el masculino para respetar la equidad de género) de los 35 años. Algunos jóvenes acompañando a sus madres o a sus tías. Y vendedores: rosas rojas, muchas rosas rojas: a tres por cinco pesos las sencillas, a cinco las que traían un osito blanco en el tallo. Camisetas (remeras como dicen los argentinos) con el rostro de Él y con distintos eslogans: “El Gitano de América”, “Estás en nuestros corazones”, “Siempre estarás presente”, etc., a 20 pesos. Cachuchas a 10 pesos, llaveros, afiches, CDs, películas recién quemadas. Aunque era comercio no era sólo comercio. Había un respeto. Por la manera como pregonaban se notaba que los vendedores tenían conciencia de lo que vendían, incluso más conciencia que los periodistas. Porque obviamente el ambiente estaba plagado de periodistas. La proporción era de más o menos un vendedor de información masiva por cada dos vendedores de amuletos del ídolo.

Yo, que he perdido grandes oportunidades en la vida por no querer hacer una fila, llegué a la cola a las seis de la tarde. Delante de mí había una mujer de rostro demacrado, flaca, nalguichupada, con un pantalón que le quedaba ancho, pero que debía ser de ella desde la época en que le ajustaba, cuando no había sufrido tanto; estaba acompañada por un tipo de unos treinta años al que trataba como al amigo gay. Detrás, una viejita compungida. Miré a ambos lados buscando con quien hablar, pero los de adelante estaban entretenidos en su charla y la de atrás absorta en un silencio cerrado con doble tranca. La fila empezó a moverse y a correr paralela a los vendedores que la flanqueaban.

 

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La mujer sufrida compró un afichito por dos pesos: un collage con fotos de Sandro exagerando sus sentimientos exagerados, en distintas poses. Seguimos avanzando de modo fluido (descubrí que mi problema no es con las filas sino con la inmovilidad de las filas) y llegamos a Bartolomé Mitre, para tomar Callao bajo un Sol que irradiaba 32 grados centígrados y que se vino a esconder a las ocho y media de la noche. Eran las seis y cuarto.

Unas muchachas vestidas de azul oscuro pasaron ofreciendo agua en vasos desechables y no quise recibir sospechando que me sacarían un ojo de la cara por el servicio. Luego vi que surgían de un carro-tanque estacionado a lado de la acera (o vereda como la llaman los argentinos) y que ofrecían el agua gratuitamente como parte del operativo que montó el Sistema de Atención Médica de Emergencia de la ciudad, complementado por una especie de hospital ambulante con 16 camas y dos unidades de traslado.

La fila llegó a Rivadavia, que es la calle aledaña al Congreso. Entrábamos por tandas, entre corredores hechos con vallas metálicas, y custodiados por policías. Ningún problema, ningún colado, ningún vendedor de puestos en la fila. Los límites metálicos separaban a los de la fila del resto de la calle, donde estaban los camarógrafos y los fotógrafos. Y donde había un grupo de gente importante, que reconocí por sus gestos prosopopéyicos, por los vestidos de telas delicadas, como recién planchados a esa hora, y porque no hacían fila.

Entramos a la sede del Congreso, un lugar preeminente, fundamental en la historia de este país. La atmósfera del primer salón era muy parecida a la de los cafés bonaerenses, como detenida en los años 70s, pero todo muy bien conservado. A un lado había una puerta cerrada con un letrero que me llamó la atención: “Sala para no fumadores”. En Buenos Aires se fuma mucho, pero no sospechaba tan altos niveles de civilización y tolerancia con los que no fuman. Empezamos a subir unas escaleras con pasamanos setentudos cuando al lado de la fila pasó dificultosamente un gigantesco ramo de flores que se desplazaba sobre dos piececitos de funcionario con zapatos recién lustrados. Tenía un texto que resaltaba sobre las flores: “No me obligues a dejarte: Olga Guillot”. El ramo continuó su camino y la fila llegó al segundo nivel del edificio. Al fondo se veía la cámara mortuoria: Cortinas pesadas, solemnidad, luz amarillenta. Nos encontramos con otra fila que venía en sentido contrario, formada por gente que miraba hacia el piso: mujeres con caras enrojecidas y húmedas, hombres con rostros desarmados y frágiles. Era la fila de los que ya salían. El ramo gigante volvió a aparecer, se detuvo entre las dos filas, dudó y de un momento a otro los piececitos se desplazaron de nuevo en dirección a las escaleras: “No me obligues a dejarte: Olga Guillot”, volví a leer. La fila de los más compungidos seguía transcurriendo y empecé a escuchar sollozos. Sobre los sollozos sónó una voz fuerte, las únicas palabras humanas escuchadas desde que entramos al congreso: “¡Por allá: Boludo!». Entonces el ramo gigante volvió a aparecer, cruzó otra vez frente a nosotros y entró al Salón de los Pasos Perdidos. Detrás del ramo entré yo al recinto: Un salón de techos altos, donde se sentía que habían pasado cosas importantes. Al fondo el féretro, en la mitad de un semicírculo de ramos gigantes, igualitos al que había mandado Olga Gillot. Un guardia recibía las rosas que la gente traía como ofrenda e iba formando una montaña roja a la entrada del salón. La mujer sufrida que iba adelante de mí entregó además el afichito de dos pesos y el guardia lo depositó en el piso al lado de otros homenajes.

Más atrás del féretro y los ramos la pared estaba cubierta, casi en su totalidad, por una pintura gigante con el marco más grande que he visto en mi vida y que representaba la reunión de varios hombres de levita oscura, uno de ellos frente a un escritorio y los demás circundándolo en actitud deliberativa. Y Sandro en medio de ellos. Muerto, pero aún así más vivo que los de la pintura. La fila avanzó y lo empecé a ver: rodeado de blanco, el rostro al aire: pálido, carilleno y ausente. Caminé despacio, para poder detallarlo. La mujer sufrida lanzó un gemido exagerado, cursi, profundamente sincero, vivo. Como los que él lanzaba en el escenario. Pensé en los títulos de sus películas: «La vida continúa» de 1969″ y «El deseo de vivir» de 1973. Pero su cara continuaba inmodificablemte quieta, completamente muerta. La voz del guardia me sacó de mi: “Por favor, vamos avanzando”. Miré la última vez a Sandro por el rabillo del ojo. “La vida no ha continuado”, pensé. Salí en la fila de los cabizbajos y me encontré de frente con los que todavía no lo habían visto y aún podían mirar al frente. Bajé unas escalas que daban a otra sala repleta de ramos gigantes y luego a la calle Rivadavia, al movimiento de las 6 y 45 de la tarde. Había Sol. Había vida afuera. “El deseo de vivir” volví a recordar. Pero en mi cabeza seguía la imagen de Sandro acostado, de su rostro mineral. Y del título de su última película: «Subí que te llevo» de 1980.

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