No acostumbro a utilizar palabras, pero hoy me veo obligado a hacerlo para recordarle a las nuevas generaciones de zombis el valor de la preciosa muerte que nos fue otorgada y alertarles sobre cuán fácil se puede perder nuestra condición inerte para ser sometidos al castigo que hoy padezco: el de estar vivo.

Todo marchaba bien para mí en ese mundo nuestro, oscuro y putrefacto, carente de colores o vibraciones, ajeno a grandes pasiones, esperanzas y anhelos, que hoy evoco con nostalgia – y este sentimiento extraño es una prueba de que me están inoculando el veneno de la vida-, hasta la aparición de esa criatura.

Desde siglos atrás –cuando se agotaron las últimas reservas de humanos vivos en nuestro mundo y los últimos supervivientes huyeron por la grieta de la montaña- perdimos la costumbre de comer carne de gente aún no muerta y nuestra dieta se basaba en distintas variaciones de tierra húmeda, yerbajos descompuestos y fragmentos de extremidades de nuestros congéneres más viejos. Yo había olvidado – o eso creía- lo que era la textura de una piel irrigada por sangre y el sabor de unos músculos insuflados por la palpitación vital. Pero bastó la aparición de la criatura para que el recuerdo de un hambre eterna e infinita se actualizara con la fuerza de un mandato universal y diera este patético giro a mi muerte.

Caminaba por el bosque de las afueras del pueblo en busca de un tronco que tenía dejando pudrir para un momento especial, cuando entre los arbustos lo vi moverse. Era un humano cachorro. Me costó dificultad reconocerlo después de siglos de no ver una criatura viva, pero la piel rosada, el abullonado suculento de brazos y muslos, la fluidez de los movimientos, no dejaban duda. Además, su sola presencia despertó esa avidez incontrolable que solo un ser palpitante puede producir en un zombi y que, creo, es lo más parecido a la vida que podemos experimentar. Así que sin pensarlo fui tras él.

La apetitosa criatura lo notó y huyó aterrorizada al principio; pero al notar la torpeza de mis músculos momificados se tranquilizó. Disminuyó la velocidad y siguió su rumbo deteniéndose cada tanto para mirar atrás, y cuando me veía a aparecer reemprendía el camino. Así llegó hasta la cima de la montaña en el centro del bosque y se detuvo junto a la grieta gigante. Entró y fui tras él. El olor a carne fresca que en el exterior era dispersado por el viento se concentró entre las paredes rocosas aumentando con cada paso mi avidez. Cruzó por varias galerías y en cada una la oscuridad, mi oscuridad, se difuminaba poco a poco sin que me diera cuenta. Estaba tan entregado a la tiranía de mi apetito que no alcancé a percibir la pequeña luz que titilaba al fondo, cada vez más amplia. Aceleré el paso recortando la distancia y luego de un trecho de estalactitas, en un desnivel roñoso y húmedo, me lancé sobre la criatura. Gritó y dio un salto, pero alcancé a agarrarme de su piececito rechoncho. En ese momento sentí que una fuerza brutal lo halaba y a mí con él. De súbito, sobre mi cabeza, apareció un insoportable Sol que me encandiló, clavado en mitad de un inmenso cielo azul. El hueco por el que habíamos salido estaba rodeado por una multitud de hombres vivos que miraban expectantes y angustiados. Uno de ellos tenía a la criatura agarrada por el brazo y lo haló hasta la superficie mientras en medio de una barahúnda de gritos: ¡lo rescataron, lo rescataron! Luego escuché alaridos de terror: ¡¿Qué es eso, Dios mío?! Entonces caí en cuenta de que seguía aferrado al piececito y lo solté. Di vuelta y volví a la cueva, buscando mi oscuridad con la reverberación de las voces en mis espaldas: ¡Agarren al monstruo! ¡No lo dejen ir! ¡Mátenlo! Entre los alaridos percibí el gemido de la criatura asustada e imaginé ese sonido saliendo del cuerpo apetitoso. Casi sin darme cuenta me detuve y di vuelta para mirarlo por última vez y retener la imagen de lo que pudo haber sido el mejor manjar de mi muerte. Entonces sentí la ganzúa que se clavó en mi pecho y me haló hacia arriba. Una voz gruesa tronó: No lo maten; luego una red de toscos lazos cayó sobre mí; me levantaron en vilo y con un movimiento brusco y fui lanzado dentro de un cajón.

No sé cuánto llevo en esta gran casona habitada por seres vestidos con delantales blancos al mando de la voz gruesa que se robó mi muerte. Observan mis movimientos, palpan mi cuerpo varias veces a día y anotan todo en libretas. No me tratan mal, pero me obligan a estar aquí. Me sirven platos que ellos consideran exquisitos y que a mí me producen nauseas. Tratan de comunicarse conmigo, creen que soy uno de ellos – y creo que tal vez lo fui pero hace tantos eones que en realidad nunca ocurrió- solo que en mal estado; me rosan a veces la piel con caricias que me molestan. Me importunan con la esperanza de involucrarme en su mundo iluminado y colorido, movido por pasiones, esperanzas y anhelos. No le deseo esto a ninguno de mis congéneres. Por eso he escrito estas palabras, para advertir a las nuevas generaciones de zombis: No se busquen un destino como el mío, porque esto no es muerte.

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