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El Día de la Memoria en Argentina: UN MUNDO DE GENTE SACANDO ALEGRÍA DE LA TRISTEZA

Yo nunca había estado entre tanta gente junta en persona. Y nunca había visto tanta alegría nacer de tanta tristeza. Aunque la multitud que marchó en la ciudad de Buenos Aires ese miércoles me pareció incuantificable, el periódico Clarín habla de cuarenta mil personas. Era 24 de marzo, la misma fecha en que, 34 años atrás, un golpe de Estado dio inicio a la dictadura militar que desapareció y torturó a 30 mil argentinos entre 1976 y 1983. Oficialmente es el Día Nacional de la Memoria, la Verdad y la Justicia, en la república Argentina.

Y tampoco había sido testigo de una fecha oficial que la gente viviera de modo tan personal. A las tres de la tarde me metí en la marcha y caminé entre una tumultuosa corriente humana en la que se confundían gritos, tambores, consignas, pólvora pirotécnica, música, protestas y bailes. Era una fiesta con una alegría consciente y enfática, como cuando uno se ríe con fuerza para espantar la oscuridad. Tengo la imagen de una calle larga y ancha (la Avenida de Mayo que desemboca en la Casa Rosada), hecha sólo de gente y en la que la arquitectura y el asfalto, desaparecían entre los rostros de las personas juntas. En Colombia sólo había visto una convocatoria de esa magnitud en las imágenes de archivo que muestran las manifestaciones de Jorge Eliecer Gaitán. Cientos de pancartas, afiches, carteles y banderas de todas las clases y pelambres: socialistas, peronistas, antiperonistas, católicos, comunistas, profesores, actores, travestis, gays y Lesbianas, estibadores portuarios, excombatientes de las Malvinas, kirchneristas, antikirchneristas, funcionarios públicos, empleados, desocupados, izquierdistas, derechistas, escépticos, radicales, mesurados, gaseosos, todos con sus afiches, sus consignas, sus coros. Y entre ese batiburrillo de gentes, sonidos y mensajes, un cartelito pequeño, tímido, con un letrero escrito a mano: “Brownies” sostenido por la chica que ofrecía los productos en una caja de cartón.

A esas cuarenta mil personas vivas se sumaba la presencia más viva todavía de treinta mil ausentes. Sobre una ancha y extensísima bandera argentina avanzaban, impresas, treinta mil fotos con los respectivos nombres de cada una de las personas desaparecidas por la dictadura. Las Madres y Abuelas de Mayo estaban a la cabeza de la bandera que se desplazaba como un inmenso gusano blanco y azul tatuado de rostros humanos congelados y sostenido por miles de caras llenas de vida. Me puse a ver los rostros de los vivos buscando esa expresión adocenada y un poco aburrida que he visto tantas veces en las manifestaciones políticas. Pero a toda esa gente se le veía que estaba en cuerpo y alma; se les sentía, en medio de cierta satisfacción por la justicia que se ha empezado a aplicar sobre los asesinos, la sombra de algo todavía inconcluso, la urgencia verdadera de no olvidar y la necesidad de salir a decirlo, independientemente de la cantidad de años que pasen.

Las principales convocantes de la marcha fueron las Madres de Mayo, unas viejas sólidas y curtidas a las que el dolor les dejó una vitalidad que no he visto en ningún muchacho satisfecho. Entre tanta divergencia de opiniones, orígenes, inquietudes y posiciones políticas había pocos coros comunes. Uno de ellos se oía como un retumbar articulado: “¡Madres de la Plaza, el pueblo las abraza!”. Hebe Bonafini, fundadora y líder de la Madres, se paró en la tarima y su sola presencia silenció de plano una algarabía babilónica. La escucharon con un respeto y una devoción que sólo se le puede tener a un ser que sea a la vez un héroe y la mamá de uno: “Sabemos que faltan cosas, pero nunca hubiéramos pensado que iba a haber asesinos condenados, miles de procesados…”, dijo. “No pudieron apagar tanto fuego y es el fuego de nuestros hijos” y luego le habló a los miles de jóvenes que hacían parte de la manifestación: “Esos hijos hoy están encarnados en ustedes, chicos, aunque no los hayan conocido. Peleamos por ustedes para que lo que pasó no se vuelva a repetir”.

Después del discurso de la madre mayor volví a la marcha, que no había acabado de llegar a la Plaza, y me encontré con otra madre que nunca se me va a olvidar. Estaba parada en la orilla de la manifestación, tenía unos sesenta y cinco años, pelo gris,  camisa de seda negra con pequeñas florecitas blancas, pulcra, como recién salida de un centro comercial. Miraba a los marchantes con unos ojos negros como dos pepas. De su brazo colgaba una bolsa del almacén Universo Garden Angels y con las manos sostenía, a la altura del pecho, un cartel escrito a mano: “Alejandro Víctor Pina, 1977”, debajo de la  foto del hombre. La mujer sonreía, miraba a los marchantes y adelantaba el afiche para que fuera leído por los interesados. Tenía una sonrisa natural, que parecía haber nacido con ella y se hubiera sostenido a pesar de todo. La miré un rato: digna, sonriente, como diciendo: “Aquí estamos: el que no está y yo”.  Un grupo de muchachos se arrimó al afiche y ella se los acercó para que vieran mejor. Le hicieron una venia respetuosa y siguieron con sus arengas. Se quedó mirándolos un rato y de un momento a otro vi que en sus ojos nacía un charco, sin que el gesto sonriente se modificara. Pensé en la fecha del cartelito: 1977 y me dije: “hace 33 años”.

Me acerqué a la mujer con pudor. Quería decirle algo que no sabía bien qué era y en medio de mi confusión resulté diciendo una torpeza que aún no me perdono: “¿Su hijo?”. Me miró cortico, movió su rostro embotado arriba y abajo y volvió la vista al frente. Cerró los ojos, fuerte, como si tuviera una punzada y los volvió abrir. El charco se soltó sin que la sonrisa desapareciera. Y se quedó así quieta, mirando nada mientras el charco mojaba la sonrisa. Sentí que había manoseado un dolor sagrado con mis sucios dedos de cronista.  Volví a la Plaza avergonzado, aburrido, abriendo trocha entre la gente.

Había empezado el concierto donde cantaron Víctor Heredia y Susana Rinaldi, entre otros. Pero yo no tenía ánimos para nada. Tomé la Avenida de Mayo rumbo a mi residencia. Más pólvora, más gente que llegaba, más música. No vi policías ni soldados por ningún lado. No había un sólo tanque antimotines en una manifestación tan tumultuosa y en un país con tanta insatisfacción. Al día siguiente me enteré que hubo un sólo acto violento, antes de comenzar la marcha: Los militantes de la agrupación radical Quebrancho, apedrearon la sede de la Unión Industrial Argentina, a la que le atribuyen haber apoyado la dictadura. El reporte del diario Página 12 dice que “… apredrearon y golpearon con palos y fierros el edificio y a poco estuvieron de romper las persianas metálicas. Allí Esteche (el líder del grupo) realizó una arenga a sus militantes y juntos cantaron el Himno Nacional”. Y luego se unieron a la Jornada por la Memoria donde marcharon pacíficamente como todo el mundo. Sentí cierta ternura cuando leí la descripción de ese acto de vandalismo.

Cuando llegué a la residencia me encontré con una chica colombiana que está haciendo un posgrado Buenos Aires. Estaba otra vez irritada con tanta manifestación. Pensaba visitar a un amigo aprovechando el día festivo pero el transporte estaba interrumpido. Para quien sólo quiere que las cosas fluyan sin que se interrumpa la normalidad de sus rutinas o del tránsito vehicular, Buenos Aires puede ser irritante. La marcha de la Memoria era una de las más grandes representaciones de un fenómeno que se da por lo menos una vez por semana y por razones distintas, en las calles de la ciudad: los piquetes o marchas de protesta.

–          Como si eso sirviera para algo – remató mi satisfecha vecina colombiana, que está haciendo su posgrado en Buenos Aires y no había podido ir a visitar a su amigo.

Generalmente discuto con ella. El miércoles no tenía alientos para eso y seguí a mi cuarto. Me acosté viendo dos ojos como pepas, flotando sobre dos charcos.

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