Hace unos días estuvo de paso por Buenos Aires un amigo de Medellín, acompañado de dos señoras antioqueñas con las que estaba realizando un viaje por Suramérica. Nos encontramos en el centro comercial Abasto, que otrora fuera la plaza de mercado donde Gardel hacía mandados de chiquito. Las señoras debían tener alrededor de sesenta y cinco años cada una, pelo encanecido, nariz aguileña, piel blanca, mirada firme y esa actitud protectora y autoritaria de ciertas matronas paisas. Entramos a un café del centro comercial y nos pusimos a conversar. Una de ellas había estado en Buenos Aires, también de paso, hacía diez años.
– Sigue muy linda la ciudad, pero se les está llenando de peruanos y de bolivianos – me dijo preocupada- Se les está dañando la raza.
Podría ser mi madre o la de uno de mis amigos. Una de esas mujeres fuertes y aguantadoras que nos formaron. La miré y pensé que debería tener muchos nietos y unos hijos prósperos que bien podrían ser ingenieros de Empresas Públicas de Medellín o empleados de Bancolombia.
– Pero lo que más me impresiona –siguió enfática- es la maleducación de las mujeres. ¿Las has visto muy campantes fumando por todas partes, como sinvergüenzas? ¡Cómo se ve de fea una mujer fumando en la calle! No les importa.
Durante el resto de la conversación intervine una que otra vez, mecánicamente, porque ya me había ido. Entre el eco confuso de las verdades absolutas de la madre del ingeniero de Empresas Públicas yo sólo oía los pasos de las maleducadas sobre el asfalto, el andar de las miles de sinvergüenzas que en ese momento debían estar recorriendo los 133.007 kilómetros cuadrados que constituyen la superficie de Buenos Aires, con su pucho en la mano, impertérritas, echando humo mientras van o vienen de sus casas, de sus trabajos, de sus citas, de sus universidades, de sus oficinas, de sus laboratorios, de sus fábricas. Saqué una disculpa, me despedí y salí raudo a la calle Corrientes buscándolas. Las palabras de la madre antioqueña habían disparado en mí la consciencia de algo que sentía desde hace tiempos sin saberlo: amo a las mujeres que fuman en la calle.
Ahí frente a la fachada del Abasto me paré a verlas pasar. De todas las edades, de todas las clases sociales, de todas las procedencias, con sus pasos apresurados, cigarro en ristre, desentendidas, echando bocanadas en medio del barullo y dejando a su paso difusas nubecitas grises, como pequeñas locomotoras descarriladas sin estaciones ni vagones. En la acera de enfrente una dama, de la edad de la señora paisa, caminaba erguida, la bolsa de un almacén exclusivo colgando de su brazo derecho y en la mano izquierda el cigarrillo bamboleante que cada tanto iba a parar a la boca. Se detuvo a mirar una vitrina con ojos analíticos, y ese gesto escrutador adquirió un aire aristocrático cuando fue complementado con el acto pausado de acercar la mano a los labios para dar una chupada profunda, lenta, meditativa.
La miré un rato hasta que a mi lado pasaron un par de chicas recién salidas de su turno en la fábrica. Cruzaron seguras, firmes, riéndose de no sé qué boludez de quién sabe qué boludo, mientras echaban sus columnas de humo al aire atardecido y sucio de la ciudad. Luego miré hacia la esquina y vi, sentada en la acera, junto a los cartones y papeles recogidos durante el día, una mujer de facciones aindiadas que hablaba alegremente con una compañera bajita y morena mientras se pasaban el mate y aspiraban su tabaco, plácidas, felices, suficientes, en medio del ajetreo y el reciclaje.
Las puertas trasparentes del centro comercial se abrieron y brotaron tres hermosas porteñas de esas de capul recta, pelo negro y piel blanca. Una vez afuera se dispusieron a buscar en sus respectivos bolsos los paquetes de cada una: Camel la más alta, LM la de pelo corto y Marlboro la tercera. Prendieron los cigarros y siguieron por Corrientes, concentradas, absortas, despotricando de algo que no escuché, con ese aire sólido de las sicoanalizadas, con esa voz que les sale ronca desde chiquitas, con ese elegante desgualete que es como la incontestable afirmación de su presencia en el mundo, gústele al que le guste.
Siempre he tenido la impresión de que una mujer que fuma en la calle sabe lo que quiere en la vida. No le recomiendo a ningún hombre echar un piropo burdo a una mujer que pasa fumando porque estoy seguro de que se devolverá y lo confrontará con la fuerza arrasadora de su carácter desparpajado, mientras le tira el humo en la cara. Una mujer que fuma en la calle conoce los mecanismos manidos de los hombres estándar, es invulnerable a los poemas de Benedetti, a los efluvios dulzones tipo “eres hermosa”, a los baboseos intelectuales, a los poetas malditos, a los malditos borrachos, a los musculosos sin ton ni son, a los ostentadores de dinero y confort, a los mafiosos, a los sabios, a los yuppies, a los espirituales. Y no quiere decir que no se metan con tipos que tengan esas características, pues no se meterían con nadie porque todos los tipos tenemos algo de alguna de esas cosas en medidas y magnitudes distintas. Cuando las mujeres que fuman en la calle se meten con uno, lo hacen no porque uno sea como es sino a pesar de que uno sea como es, simplemente porque uno les gustó, porque les da la gana, porque fuman en la calle. Son autónomas, sí mismas. Una vez le conté a una mujer que fumaba en la calle que yo había conocido a una chica que cuando salía con su novio nunca llevaba un peso en el bolsillo y que si se peleaban o ella se aburría en la fiesta, a la chica le tocaba pedirle pasaje al tipo para poder abandonarlo. La mujer que fumaba en la calle casi se muere de la risa y no me creyó.
Esa tarde me quedé frente a la fachada del Abasto viéndolas pasar hasta que anocheció. Luego subí a la línea B del subte y (no sé si andaba excesivamente sensible o se me había dado un día revelador y extraño) lo primero que vi al subir al vagón fue a la mujer más hermosa del mundo. Iba leyendo un libro de cuentos. De vez en cuando levantaba la mirada y ponía los ojos al frente como mirando lo que acababa de leer. Estaba sola en el universo en medio de un vagón repleto. Yo estaba de pie casi frente a ella, apretujado. Ahí, con un codo entre las costillas, me quedé observándola todo el trayecto. Bajó en la estación Ángel Gallardo, una antes de la que me correspondía. Decidí seguirla. No soy un tipo entrón ni espontáneo, pero la fuerza de esa belleza era tal que estaba dispuesto a arriesgarme, a hablarle, a decirle cualquier cosa que me saliera sinceramente. Sólo necesitaba comprobar que cumpliera el último requisito de la mujer de mi vida. Salí del vagón, subí las escalas y llegué a la calle, siempre detrás de ella, esperando el momento en que se detuviera y sacara del bolso la cajita rectangular y el encendedor. Siguió por Ángel Gallardo unas cuatro cuadras, giró a la izquierda y entró a un edificio. Cuando desapareció me quedé todavía un rato esperando que surgiera en alguno de los balcones con un cigarrillo en la mano. Pero no lo hizo. Tal vez no tenía ganas de fumar a esa hora, pensé. Luego no pensé más y fui caminando a mi casa.
En el trayecto saqué mi paquete, encendí un cigarro y caminé mirándolas pasar a mi lado, percibiendo la estela difusa que dejaban a su paso y echando chorritos grises al aire con la certeza de que mis pequeñas humaredas se estaban mezclando con las de ellas. Tuve la sensación de que había un espacio en el aire enrarecido de la ciudad en el que ellas y yo estábamos unidos indisolublemente. Y que nos queríamos sin conocernos.