Patrick tiene 17 años y es un gusto verlo reírse. Sobre todo porque en los últimos días se ha reído poco. Ha tenido pocas razones para hacerlo: A sus 17 años vive solo, en un país ajeno, en el que se habla un idioma distinto, se practican religiones diferentes a la suya y en el que la gente tiene otro color de piel. Patrick es africano, negro, y vive en Argentina. Tal vez ninguna de esas razones por sí solas bastaría para robarle la alegría a un muchacho, en pleno siglo XXI, en un mundo globalizado y en un país que se ha hecho como nación gracias a su apertura hacia el mundo y al aporte de los inmigrantes. Pero en el caso de Patrick y de una gran cantidad de africanos que habitan el territorio argentino, esas circunstancias se han convertido en una especie de maldición. Su búsqueda de bienestar ha derivado en un purgatorio.
Patrick llegó a América desde Nigeria, como polizón en un barco. Estuvo en la provincia de Rosario durante un año y hace seis meses vive en Córdoba, donde encontró algunos amigos nigerianos y senegaleses. No había reído en los últimos semanas, opacado de tristeza, rabia e impotencia. Hace veinte días la policía de la ciudad de Córdoba le confiscó, una vez más, las mercancías que vende en la calle (relojes, pulseras), su único capital en la vida. Y se las incautaron específicamente a él, que estaba al lado de otros vendedores callejeros que no eran negros. En esa ocasión Patrick explotó. Reaccionó con la indignación desesperada del acorralado e impotente. La policía lo golpeó, lo encerró con adultos y se llevó su mercancía.
Y ahora, en una tarde de los primeros días de primavera, tres semanas después de la golpiza, yo lo veía sonreír. Salía del «Juzgado de menores número siete de la Provincia de Córdoba», acompañado del presidente de la Fundación Ciudadanos del Mundo, Manuel Aldaz (un expolicía argentino que luego de una historia milagrosa, dedicó su vida a defender a los inmigrantes de los abusos que acostumbran cometer sus excompañeros), quien había hecho diez horas en colectivo desde Buenos Aires a Córdoba, para acudir a denunciar el hecho y a gestionar la recuperación de la mercancía.
Patrick reía por fin como un niño, como debería reír siempre, con esos dientes perfectos y gigantes. Y sentí que no reía sólo porque se denunciara a quienes le golpearon o porque se estuviera gestionando la recuperación de su mercadería (única tabla de salvación en el naufragio en tierra que sufren los africanos en Argentina), sino por otra razón más profunda, más importante y más sutil. Ahí, viéndolo caminar al lado de Manuel Aldaz, sonriente y casi saltarín, percibí que por primera vez en mucho tiempo sentía que no estaba sólo en el mundo, que vivir no era obligatoriamente una tragedia y que los países también estaban habitados por amigos, por hermanos, por personas dotadas de un corazón como el suyo.
Con esa sonrisa estaba borrando por unos segundos la desazón que le dejan en el pecho las voces tantas veces oídas en las calles de Córdoba: “mono” (mico), “andante a tu país”. Y con esos pasos contentos y esos brinquitos de alegría estaba echándole tierra por un rato a esas burlas de algunos adolescentes y niños (¿de quiénes serán hijos esos niños?) que a veces le susurran en la calle: “El cielo se está nublando”, “negro de mierda” y que permanecen serios, como si nadie hubiera dicho nada, cuando Patrick voltea la cara.
La sonrisa de Patrick esa tarde del juzgado era sincera, honda, espiritual, grande. Mucho más grande y noble que la que veo cuando imagino las muecas de mofa de los adolescentes (¿de quienes serán hijos esos niños?) o de los policías que salieron a tomarse una cerveza después de la golpiza.