Para Bruno
El hombre del avión, el piloto que tenía la cabeza más grande que su nave. No había nave en la que le cupiera, porque cuando conseguía un avión más grande la cabeza le crecía hasta doblar el tamaño del avión una vez este empezaba a tomar vuelo. No era un problema de él, ni de los aviones. Era un problema de su cabeza. Sin embargo, a pesar de la desproporción, su cabeza no tenía peso y los aviones podían seguir subiendo y subiendo sin dificultad. No era un problema práctico sino un problema estético. Pero en últimas, pensaba el hombre, qué problema hay en eso si al fin y al cabo casi nadie mira hacia arriba y además en las alturas más altas la forma de un avioncito con una protuberancia no es algo muy notable. Lo curioso era que cuando volvía a la tierra la cabeza recuperaba su tamaño normal y el hombre volvía a ser el de siempre. Bueno, a decir verdad ni el avión ni él se sintieron nunca anormales. Él sabía que tenía la cabeza más grande que la nave, pero no sentía nada raro o nada que le pareciera molesto. Las nubes acariciándole los cachetes, el aire pegándole directo en la cara, eran frescura, nada más. Lo único distinto es que pensaba más grande, eso sí. Pensaba del tamaño de su cabeza, aunque eso tampoco era algo de otro mundo porque por muy grande que pensara su cabeza grande no alcanzaba a pensar más allá de ciertos límites: no alcanzaba a pensar hasta, por ejemplo, donde puede llegar un cohete. Pensaba hasta el borde de la atmósfera porque cuando llegaba a ese borde la cabeza chocaba.
Una vez le sucedió que cuando los pensamientos chocaron contra el límite de la atmósfera sintió un cimbronazo y escuchó un estruendo de explosión del fin del mundo y pensó: “Estalló mi pobre cabeza”, pero no sintió dolor. Y en ese momento vio pasar, rozándolo, un meteorito que se acababa de meter por la atmósfera. Alcanzó a quemarle las puntas de las orejas y a chamuscarle el pelo, pero nada más. Se quedó mirando cómo la piedra inmensa y encendida se iba achiquitando de para abajo hasta chocar con tremenda explosión allá al fondo en la pobre tierrecita. Él le decía así a la tierra cuando estaba en lo más alto del aire y los pensamientos chocaban contra el borde de la atmósfera. Y la tierrecita se removió con el batacazo del meteoro hiriéndola como si quisiera ir hasta el fondo, pero la tierrecita a pesar de todo era dura y aunque el impacto la averió, la trastocó, la incendió en ese punto del golpe, no dejó entrar muy hondo al meteoro que si por él fuera la traspasaría. No, lo retuvo por ahí a treinta kilómetros adentro de ella. Y el hombre desde su cabeza grande se quedó mirando el hueco encendido, como si la tierrecita se hubiera espichado un barro. Claro que eso del meteoro solo ocurrió una vez y no pasó del susto.
Empecé a hablar del hombre de la cabeza gigante metido en el avioncito porque acabo de ver una pintura suya que debió haber pintado un artista que no lo conoció en persona. La pintura está frente a mi escritorio y en ella el avión está en tierra como si apenas fuera a empezar a arrancar. Y en la pintura la cabeza ya está grande desde ese momento. Tal vez era un artista muy aterrizado el que quiso ver al hombre del avión así, tal vez el artista quería meter en una sola idea al avión, a la cabeza grande y al cielo. Tal vez para el artista el hombre del avión representaba algo que unía las tres cosas. Son asuntos de artistas, porque en la vida real nunca fue así. Sin embargo me gusta la pintura. El hombre del avioncito se ve serio y tiene un cuello largo como de jirafa al que tiene envuelta una bufanda con pliegues que parecen dedos de una mano que lo aprisionara y que lo retuviera desde atrás para que no arrancara. Pero el hombre parece que ni se percata, está pensativo, no preocupado, solo concentrado en pensar o recordar algo, algo sin mucho énfasis, tal vez un pensamiento como esas nubes que pasan cuando él está en el aire, a las que ve lindas o amenazantes, densas o algodonosas, de formas terribles o con figuras de ángeles. Y a lo mejor al principio, en sus primeros vuelos, se congelaría de terror o se conmovería hasta las lágrimas dependiendo de la forma de la nube y luego las vería pasar y más luego se acostumbraría a verlas y a su naturaleza, que es pasar. Entonces dejaría de sentir tan del todo lo que le producían las nubes. No que dejara de sentirlo sino que lo sintiera sabiendo que sería fugaz. Entonces disfrutaría y se atemorizaría como jugando, aprovecharía las emociones que le producían las nubes pasando para disfrutar el poder sentir. Y por eso es que se ve tranquilo el hombre en la pintura, en la que también aparece un árbol al que no le para ni cinco de bolas. Yo sí, para mí es importante ese árbol, porque tiene sombrita y porque como hay un árbol (verde, de tallo café como los que dibujan los niños, y yo), es claro que no está en un desierto, o si es un desierto es un desierto con un árbol verde y un desierto con un árbol verde no es tan desierto, un desierto con una sombrita no es desierto, así no haya gente. Y otra cosa: la hélice del avión es roja, y las alas también. Y el avión amarillo. O sea que el avión no es aburrido. El avión no se ve aburrido, se ve como un caballo satisfecho con su jinete, al que no se le nota el estado de ánimo porque está tranquilo satisfecho, como el árbol y como las nubes y como el cielo y como el rostro gigante del hombre al que en el cuadro le creció la cabeza antes de tiempo porque el artista tenía ganas de verlo así, no como ocurre en la realidad, para que también fuera cierto.