Elisa es venezolana, yo soy colombiano. Nos la llevamos muy bien, nos apreciamos y hasta ahora no se nos ha pasado por la cabeza ninguna idea beligerante. Cristian es argentino y tampoco ha tenido desavenencia alguna con Elisa ni conmigo. Los tres hemos hecho una gran amistad después de varios meses de conocidos. Es sábado en la tarde y estamos conversando en un café de la Avenida Córdoba. Elisa vive en Buenos Aires hace un año y estudia teatro, Cristian llegó desde la provincia de Salta para hacer su carrera como músico en la capital y yo… no sé muy bien.
– A qué se vino por acá – me pregunta la gente.
– A no estar por allá – respondo.
Elisa no quiere ni poquito a Hugo Chávez, yo no puedo con Santos y Cristian no se “banca” a Cristina Kirchner. Nuestra conversación sería simple, brutalmente simple, si sólo se tratara de detestar al presidente del propio país y amar al del país vecino por ser su opositor, o viceversa. Y más simple aún si los tres no tuviéramos claro que una cosa son las personas de los presidentes y otra los proyectos de sociedad que representan y que ambos asuntos no siempre conciden en nuestros afectos y simpatías. Entonces opinar se vuelve algo más complejo: Cristian no quiere a Cristina, pero prefiere que esté ella en el poder a las corporaciones multinacionales que asechan ávidas en la oposición; Elisa denigra de la Kirchner y deplora del modo como funciona la Argentina de hoy; a mí Chávez me da risa y desconfianza pero creo en la idea fundamental de la sociedad que plantea; A Cristian no le gusta Santos, pero defiende algunas cosas de su proyecto de sociedad y detesta a Chávez pero admira su firmeza frente a los Estados Unidos; Elisa admira a Santos y quisiera vivir en un país como el que él plantea y yo admiro la firmeza de Cristina para enfrentar los boicoteos de los poderosos, además de estar de acuerdo con la idea esencial de su política.
Nunca nos ponemos de acuerdo. Pero es bueno oírlos hablar con su pasión y decir las cosas con la mía. Ninguno puede pretender imponerse porque todos sabemos que cuando hablamos del país del otro tenemos al frente a una persona con más conocimiento de causa. Y porque en esencia somos amigos y esta amistad la hemos construido nosotros solos, sin la intervención de Santos, ni de Chávez ni de Cristina. Y porque los tres estamos en la lucha por la supervivencia en una capital voraz e indolente y no tendría sentido atacarnos cuando lo que necesitamos es ayudarnos en la brega. Nunca pelearemos hasta la enemistad como lo he llegado a hacer con amigos y familiares en Colombia. Nos gusta oírnos. No quiere decir que seamos un remanso de civilización angelical. O que reprimamos nuestro criterio para no causar problemas. Lo que pasa es que sabemos que en el fondo, en el fondo, lo que importa es que nos acompañemos en este asunto de la vida que a momentos se pone difícil. A veces nos sorprendemos con los argumentos del otro o nos pone a trastabillar un dato contundente del opositor. En ocasiones alcanzamos a irritarnos con la discusión. Es cuando pedimos otro café y cualquiera repite la frase conocida:
– Ya que no podemos cambiar el continente, entonces cambiemos de tema.
Y seguimos charlando.